Solía sentarme en cualquier terraza a tomar un café mientras dedicaba la tarde, o las menos veces, la mañana, a ver pasar gente. La taza podía durar horas. Y ese era el verdadero placer. No importaba si estaba frío o perdía el aroma. Aunque pudiera parecer una pérdida de tiempo, me deleitaba con cada sorbo en esos momentos de intimidad sin preocupaciones ni asuntos pendientes.

Mi escrutinio de los viandantes, lejos de ser un juicio, era más el resultado de hipótesis, conjeturas y suposiciones sobre sus vidas.

Me preguntaba si serían felices; qué experiencias les habrían marcado; por qué podrían estar sufriendo o maldiciendo. Imaginaba quién les esperaba al llegar a casa; de qué pequeñas cosas disfrutaban: si solían escuchar música al cocinar, descalzarse al entrar en casa o quizás les gustaba meterse en la cama con el pelo mojado en las noches de verano. Cuáles serían sus canciones favoritas; en qué trabajaban, o si leían la prensa cada mañana.

Me fijaba en sus ropas, sus zapatos, la forma en la que llevaban el pelo o en cómo movían las manos. A veces disimulaba con un libro entre las manos mientras escuchaba sus conversaciones, no por cotilla, sino para poder afinar más en mis cábalas. Y descubría, o inventaba, cuán diferentes podrían ser las historias con las que en un mismo día me cruzaba.

Hacía años que no me dedicaba a esta práctica, entre el Covid y la maternidad, son pocos, o ninguno, los huecos en el horario para la contemplación y la vida relajada. Sin embargo, hace unos días, un libro de Juan Tallón me recordaba esa maraña de biografías entrecruzadas que mi cabeza trazaba y novelaba.

Rewind recoge las aventuras de una serie de personajes distintos y dispares que tienen una fatal coincidencia y cómo de diferente transcurre el suceso en según que vida y que contexto. Como historias tan ajenas pueden resultar estar tan ligadas.

De esta afición, o ficción, ya casi abandonada, aprendí mucho sobre el comportamiento humano, alejándome de prejuicios y buscando los rasgos de sus personalidades en los gestos, las palabras y las miradas.

Sin embargo, pese a lo mucho que llegué a creer intuir de sus glorias y sus miserias; experimenté que el peso de cualquier veredicto siempre es injusto e injurioso para el enjuiciado, pues nadie más sabe lo que soporta o arrastra cualquier otra persona en su alma.