Uno de los problemas de la ley Castells para la reforma de la universidad consiste en que la ley es todavía más neoliberal que el sistema universitario de Colombia o Chile, donde los institutos universitarios privados (religiosos o laicos) tienen que incluir una cláusula de utilidad pública y de rechazo del ánimo de lucro. Al parecer, la ley no tiene nada que decir sobre este particular. Aquí se puede montar una universidad con la finalidad de ganar dinero.

El segundo es el problema central de la investigación universitaria que, al no depender su ejecución del ministerio de Universidades, se gestiona desde un ministerio ajeno a la vida universitaria. Eso provoca que quienes conceden becas, ayudas y proyectos, las comisiones que manejan las agencias, puede que no tengan nada que ver con la vida universitaria. Ese es el terreno de oportunistas de toda condición que sin claridad, criterio, publicidad y mérito utilizan los privilegios de acceso a los burócratas jefes de servicio, orientados por el principio de evitar complicaciones. Así se convierten en jueces de programas personas que a duras penas estarían en condiciones de competir a las ayudas que conceden. Ocurre en las becas Juan de la Cierva, o en los proyectos de investigación ministeriales. En ellos hay informantes decisorios que nunca han dirigido un proyecto ni posiblemente lo dirijan en un futuro. Esta situación disfuncional reclama que toda comisión pública sea nombrada, en atención a sus méritos, por gentes de prestigio responsables, que evadan los actos discrecionales arbitrarios de cooptación.

Pero con ser estos dos principios vitales en los que la ley no entra, no son los principales defectos que observo en el borrador, que por lo demás tiene aciertos indudables. El punto más importante está bien lejos de los detalles ‘progresistas’ con los que el ministro Manuel Castells echó carnaza al público, que mordió el anzuelo con el asunto de eliminar la firma del rey de los diplomas, la ampliación como elegibles a rector a los profesores titulares, o la creación de unidades de igualdad de género, que ya existen en la mayoría de las universidades, aunque sin protocolos de actuación adecuados. Pero lo importante es el articulado sobre la gobernanza universitaria, porque ahí es donde la universidad se juega su destino.

Tiendo a pensar que el hecho de que estos pocos artículos no se hayan elevado a un tema de debate pueda deberse a que nadie apueste mucho por que esta ley entre en vigor, dada la vergonzosa parálisis legislativa de las Cortes. Pero yo no estaría tan seguro, porque la forma de gobernanza que propone el título VII de la ley es posible que le parezca bien a gente del PP. Aquí me centraré solo en las cuestiones que más interesan a la opinión pública, a saber, la elección de rector y de decanos, lo que determina la vida universitaria en su totalidad. Y es que de forma sorprendente, el borrador de la ley no fija una manera de elección de rector, sino que ofrece tres posibles. Esto es una anomalía que puede generar una radical heterogeneidad de regímenes universitarios.

Estos tres modos son los siguientes: primero, el que se tiene actualmente, que elige al rector por sufragio universal ponderado. Esa ponderación se concedía hasta ahora por estamentos, con independencia de los votantes efectivos en cada uno de ellos. Eso determinaba que a veces un número mínimo de alumnos decidiese el rector. Por lo general, si el profesorado va dividido, decide el Personal de Administración y Servicios, que suele votar en bloque. La consecuencia es que el PAS es el único sector que ha crecido en masa salarial de manera constante en todas las universidades. La ley permite corregir ese hecho al posibilitar que se adscriban la totalidad de votos ponderados a un sector sólo si hay una participación alta, aunque no obliga a que se contemple la proporcionalidad entre votantes efectivos y votos ponderados válidos. La ley, pues, conoce el problema, pero no lo resuelve, pues lo deja a la potestad de cada universidad. Pero por lo general, los rectores están prisioneros de los colectivos a los que esta medida les privaría de parte de su poder. Así que dejar el asunto en sus manos es bloquearlo.

El segundo modo de elección es mediante la creación de un órgano específico de elección creado por la universidad. Ese órgano estará formado por 20 o 30 miembros, de los que la mitad serán profesores. Imaginemos que es un órgano de 20 personas. Serán 10 profesores, 2 alumnos, 2 PAS y 6 personas externas de reconocido prestigio cultural, empresarial o institucional. Luego, se dice que se debe buscar la representatividad de las facultades, algo difícil de cumplir con esas cifras. Ante ese órgano específico de elección se presentarán todos aquellos que cumplan los requisitos para ser rector, y esas 20 personas elegirán el proyecto que les resulte más convincente. Pero la ley no dice nada de cómo se eligen esas 20 personas. Es la propia universidad la que crea el órgano. No veo realmente cómo puede generarse un consenso en el seno de una universidad para conceder a unas docenas de personas la dirección completa de la institución.

El tercer sistema es el más llamativo. Al rector lo elige el órgano competente de la Comunidad autónoma. Ahora bien, que se elija una u otra de esas tres posibilidades referidas depende, a su vez, de lo que digan los estatutos. Por supuesto, nadie en su sano juicio está en condiciones de imaginar que unos estatutos de universidad manden en su artículo correspondiente que el rector será elegido por el director general correspondiente de la Comunidad autónoma.

En todo caso, parece que la gente está callada porque, como no se obliga a nada, todo el mundo seguirá como está. Pero lo decisivo es que, según esta ley, el rector elegido de un modo u otro tendrá el poder de nombrar a los decanos. Ya no podrá hacerlo la Junta de Facultad, que sólo podrá ofrecer una terna para que el rector elija a uno de ellos. Como la ley prevé que en el claustro estén los decanos, nombrados por el rector, más el equipo de gobierno, y como no puede haber más de 100 personas en él, con facilidad el rector se asegura una prima de control del claustro que neutraliza toda posibilidad de que se alcancen los dos tercios necesarios de una moción de censura. De este modo, en conclusión, los poderes de los rectores aumentan considerablemente, razón por la que quizá no estén descontentos.

En suma, si alguien quiere saber hacia dónde nos puede llevar la ley Castells, que mire la serie The Chair. Limpio y civilizado autoritarismo anglosajón y jerarquización vertical de empresa.