Llega tarde a la cita, con ojeras y una cara como de funeral en un día lluvioso. Contesta a mis preguntas con monosílabos, en un tono seco y desabrido. Pregunto varias veces que qué le pasa. Me repite otras tantas veces, mascullando rabiosa, la misma palabra. Nada. No pasa nada.

Primera señal: la irritabilidad. Suele ser indicativa de depresión, aunque no mucha gente lo sabe.

Finalmente me suelta un discurso no por tantas veces escuchado menos triste: «No sé lo que me pasa, no lo comprendo…».

Segunda señal: la confusión. Y sigue: «Si yo sé que no debería quejarme, que lo tengo todo: una casa preciosa, un marido cariñoso, dos niños monísimos y un trabajo que me gusta…Hay gente que lo pasa mucho peor que yo».

Más señales todavía: la negación de sus propios sentimientos. La creencia limitante de que todo es un problema de actitud, de perspectiva. Y un error común: el creer que tu estado de ánimo tiene que ver con factores externos. Con tu casa, tus hijos, tu trabajo, tu pareja...

Analicemos. Ella tiene un pequeño negocio de hostelería que se las ha visto y deseado para sobrevivir a la pandemia. Cuando parecía que iba remontando, llegó el tarifazo de la luz. Y el coste mayoritario de la factura siempre va a estar presente a final de mes, porque las bebidas y los productos alimentarios deben conservarse. Por no hablar del incremento en calefacción, en iluminación, en el uso de placas de inducción…

Para colmo, en septiembre toca afrontar los gastos de la vuelta al cole de sus dos hijos. Vive en Madrid, los libros escolares no están subvencionados. Solo ellos se le van 600 euros. Y luego tocan las zapatillas, los chándales, las mochilas, los zapatos, los abrigos. Renovar todo, porque la ropa del año pasado se ha quedado pequeña. Y cuadrar horarios, y buscar niñera, y...

En agosto, ella y su marido cerraron su pequeño bar porque perdían más dinero abriendo que cerrando. Y se fueron al pueblo de sus padres. Casi 30 días en los que ella pudo dormir ocho horas diarias, dar largos paseos y tirarse en la hamaca a leer durante horas. Lujos que hacía años que no se permitía.

Pero al volver a su rutina de trabajo (niños, casa, trabajo, niños, casa), a no tener tiempo ni para dormir, mucho menos para pasear o para leer, se ha empezado a dar cuenta de que su vida no le gusta, pero que no se puede bajar en marcha del tren al que ha subido.

Sumémosle algo más. Quizá usted no lo sabe, pero cada día de septiembre se acorta tres minutos (en términos de luz solar) respecto al día anterior. Y además, las temperaturas han bajado casi 15 grados en apenas diez días. Estos cambios de luz y temperatura afectan al sistema nervioso y pueden agudizar una depresión.

«¿Una depresión?», me pregunta, escéptica.

Sí. El empeño de ella por negar que está deprimida es típico de las personas deprimidas.

Si usted me está leyendo y se siente irritable, cansado, triste sin motivo, recuerde que mal de muchos… epidemia. Y sí, mucha gente se siente como usted. Es la depresión típica de septiembre, una de cada cuatro personas la sufre. Va cuesta arriba, pero todo pasa, al final casi todos le acabamos cogiendo el ritmo al mes.

Casi todos, digo. Casi todos. Si usted se sigue sintiendo mal a mediados de octubre, consulte a un profesional. No lo oculte, y mucho menos se culpabilice.

Y recuerde que nadie lo tiene todo cuando no se tiene a sí mismo.