No había hecho caso nunca del calendario en verano. Los días, como las olas, se repetían con solución de continuidad, como su andar acompasado junto a su primer amor. El despertar era una sonrisa a la espera de verla reflejada en el rostro que le acompañaría hasta el furtivo beso de la noche.

A su habitual desayuno de café y tostadas unía ahora en su boca el sabor a dulce y miel de María, que solo engordaba su felicidad.

Llamaba al timbre y aparecía ella esplendorosa a sus 20 años, con la melena al viento y unos ojos negros que oscurecían hasta el sol de agosto. Era tirar la toalla sobre la arena y, como un imán, fundirse con los granos en el primer abrazo. A ella le gustaba el rumor del mar y sus susurros al oído, pero no estaban en una isla desierta y muy pronto el loro esparcía el reguetón que ahuyentaba cualquier posibilidad de magia. Aún no querían desprenderse de sus amigos, por lo que alrededor de su espacio fueron germinando hormonas masculinas y femeninas de conversación fluida o apagada según hubieran apurado el botellón de madrugada.

Tras el baño de multitud, la pareja decidió darse otro en el agua. Como si todo el Mediterráneo fuera Benidorm, unidos por los labios eran uno. Ya podría haber verde o amarilla, ningún embate iba a deshacer el nudo. Cuerpo contra cuerpo, cada vez más salado y deseado.

Con los padres perpetrados en la orilla, los jóvenes procuraban, sin lograrlo, controlar su llama. Planeaban escapar de todos para encontrarse en ellos, pero el cascarón aún les acunaba.

Comer, una ligera siesta desvelados para correr de nuevo descalzos, por la playa. Algún juego de pelota y a ponerse guapos.

Hoy bailarían sin mascarilla, muy agarrados, sin importarles un reloj inexorable que ahora acaba con el verano, pero que jamás hará desaparecer su cara.