Minúsculo bikini animal print de tirante rosado que ya quisiera para mí, también su cuerpazo y las gafas negras ‘oversize’ que Audrey Hepburn lució antes y mejor que nadie. Guiri no era: la rubia de sombrero Panamá, bronceado Donatella Versace y tres minúsculas estrellas negras tatuadas en el pie izquierdo ‘parlava’ italiano. Coincidí con ella en un solárium de la siciliana isla de Ortigia desde el que cada mañana me lanzaba feliz de la vida al Mediterráneo; a lo lejos, el Castello Maniace que lleva el apellido del comandante bizantino que reconquistó la ciudad; en frente, la antiquísima e imponente muralla, y yo, sobrecogida por ese inacabable decorado teatral que es Italia y en el que cualquier piedra relata historias milenarias. 

Fabular vidas ajenas es un pasatiempo que practico y disfruto desde hace años; qué le vamos a hacer, me gusta inventar historias que a veces comparto y otras callo y no me critiquen que seguro que más de uno alguna maña rara también esconde en el armario. Les prometo que lo que les he contado hasta ahora es verdad, también que Sicilia me tenía y me tiene enamorada y que en un alarde novelesco agravado por el efecto de la cerveza y las temperaturas infernales ese día decidí llamar a la bella dama que acabo de describirles Giulia y que el hombre de ridículo bigote y pelo enmarañado que se tostaba a su lado en minúsculo bañador naranja fuera su joven amante. 

También inventé que ella vivía en Milán desde donde voló con dos amigas que entonces andaban en otra playa y con las que se encontraría en el aeropuerto el día de regreso a casa y que su devoto esposo ni sospechaba que en el mismo vuelo viajaba Alessandro, el que la achuchaba y besaba con mucha pasión y poco recato frente a nuestras narices ese jueves por la mañana, al que conoció en las clases de cocina de los martes y con el que cada miércoles, desde hace tres años, se cita en un modesto hotel junto a la Stazione Centrale.

«¿Y esa señora tan mayor de pelo blanco que solo lleva la parte de abajo?», me preguntaron Mane y Carlos, mis amigos colombianos que seguían mi juego descojonados: «Ella vive en ese palazzo», sentencié, señalando una imponente edificación de portalón de madera y muros de caliza blanca. Y les relaté que a pesar de que en su banco guardaba millones de euros y sus salones rebosaban de valiosos cuadros y refinada porcelana, Beatrice prefería el solárium público y no el elegante y exclusivo Neptune dos manzanas más adelante: «Allí no puede ponerse en tetas, qué escándalo, la alta sociedad no se lo permitiría y ella detesta las marcas blancas que arruinan sus elegantísimos kaftanes que compra en Francia».

Un señor entrado en años hacía sentadillas junto a nosotros sin respiro ni descanso; de él fui incapaz de inventar nada, tanto ejercicio aunque fuera ajeno me tenía agotada; al como de ochenta que se sentía de cuarenta y que no dejaba de coquetear con la guapa de al lado le adjudiqué una historia de casinos, ladrones de guante blanco y romances varios porque hay que ver lo zalameros y seductores que son los italianos: si hasta yo misma un día en el mercado creí que el pescatero se había enamorado de mí y de mi traje de rayas. Todavía no he podido olvidar cómo me guiñó uno de sus enormes ojos grisáceos, tampoco que a los dos segundos hiciera lo mismo con una tierna viejecita que pasó apoyada en su bastón a nuestro lado y mi corazón quedara roto en mil pedazos. 

Ya por la tarde, mientras saboreaba frente al “Duomo” de Ortigia una ‘granita de pistacchio’, imaginé a Arquímedes celebrando su Principio y sus volúmenes al grito de eureka, corriendo como Dios lo trajo al mundo por esas calles porque el descubrimiento lo pilló dándose un baño y fue tal la emoción que ni tiempo tuvo para ponerse encima algo. Mentira no es, pero lo de los espejos inflamables que el sabio oriundo de esas tierras por las que yo estuve este verano diseñó para quemar las naves romanas sí se lo inventó Luciano de Samósata; lo suyo, como lo mío, eran las fábulas. 

Ficciones a un lado, para España tengo un deseo que pido se haga realidad todas las mañanas: dejemos de insultarnos y odiarnos; no sé a ustedes pero a mí este discurso de confrontación permanente me tiene agotada. Por favor, más fraternidad y menos rivalidades.