El capítulo octavo del Evangelio de Marcos es justo el centro del mismo. En él se encuentra la afirmación más nítida de la identidad de Jesús, proclamada por el mismo Simón Pedro. El Evangelio está construido sobre tres confesiones. La primera justo al comienzo, pues el texto lleva por título «Comienzo de la Buena Noticia de Jesús el Mesías, el Hijo de Dios». Y concluye con la confesión del centurión al pie de la cruz. La confesión petrina es la central. Pero, lo más interesante es que a la confesión de Pedro sigue la ‘confesión de Jesús’. Cuando les explica el sufrimiento que ha de pasar, Pedro se niega y Jesús le espeta la frase más dura que ha salido de sus labios: «¡Aparta de mí, Satanás!».

No se anda Jesús con medias tintas en lo referente a la clave de su propia identidad. Él es quien ha de sufrir como consecuencia de la propuesta que realiza de un Nuevo Mundo, un mundo de justicia y misericordia. El Imperio Romano, cualquier imperio, el actual también, no puede aceptar que exista una alternativa real en la que los pobres y oprimidos puedan llevar una vida digna. Y lo que Jesús hace es oponerse al reino de este mundo, a los imperios que gobiernan, siempre con tiranía, y hacen sufrir a los pobres y sencillos. Los discípulos tampoco aceptan que el Reino de Dios deba venir en lo pequeño y con mucho sufrimiento, pues su ideología les ha educado en un acto de fuerza brutal que expulse a los malvados e instaure la soberanía divina.

No es fácil el camino que lleva a la propia identidad. Como Platón lo explicara en su famoso mito de la caverna, es escarpado y pedregoso el camino de ascenso desde la caverna hasta contemplar la llanura de la verdad. Encontrarse a uno mismo pasa por aceptar el mundo en que nos ha tocado vivir y hacerlo como titanes capaces de cargar con el mal y el sufrimiento. Debemos cargar con el mal del mundo para hacernos cargo de él y encargarnos de mitigarlo. Pero, eso solo se logra con mucho sufrimiento. Es imposible acabar con el mal sin sufrirlo, mitigar el sufrimiento sin padecerlo. Cuando uno mismo lo ha cargado sobre sí y lo ha hecho suyo, el mal ya no tiene el poder de doblegarlo, porque es verdaderamente libre.

El mal solo puede doblegarnos si sucumbimos al miedo que causa el dolor y el sufrimiento; cuando lo aceptamos, el mal pierde su fuerza, su aguijón, y es solo un hito más en el proceso de transformación de la realidad. Cargar con la cruz, que es la expresión evangélica, es asumir que la propuesta de un mundo justo y misericordioso pasa por el compromiso concreto con la realidad que cada uno vive. La liberación no está en abandonar las ataduras, sino en vivirlas como carne de nuestra propia existencia. Frente al mantra neoliberal de la libertad de elección y acción, el Evangelio nos propone la libertad nacida de la asunción de la propia realidad. No solo es que yo sea con mis circunstancias, es que no seré yo sin asumirlas, con su carga de dolor y sufrimiento.

El modelo neoliberal o como quiera llamarse el trasunto capitalista actual, destruye lo humano porque solo contempla la libertad de elección como única realidad de construcción de lo humano. La antropología capitalista destruye las bases de lo humano y solo permite un mundo donde sean liberados los instintos destructivos que el ser humano también lleva incorporados en su ADN. La propia identidad no puede estar sustentada en poseer, consumir y adquirir cosas y más cosas. Somos lo que nos dan los demás, no lo que nosotros nos creemos que somos. Somos un don, todo lo debemos, somos una deuda constante. Si me preguntas quién soy, te respondo: «Soy todos aquellos que me rodean, que me quieren, que me constituyen. Yo soy nosotros». Al capitalismo neoliberal que nos gobierna hay que espetarle la frase de Jesús: ¡Aparta de mí, Satanás!