Ha muerto Mikis Theodorakis, alguien que creía inmortal como los dioses, y han aflorado los recuerdos de la Grecia eterna. Especialmente de Creta, la isla donde se rodó aquella escena mágica de Zorba el griego, la película de Michael Cacoyannis basada en la novela de Nikos Kazantzakis, en la que Anthony Quinn y Alan Bates bailan el sirtaki más famoso de la historia. Fue en la playa de Stavros, la península de Akrotiri, no muy lejos de La Canea (Chania), en la que una buena mañana de hace ya tiempo desembarqué procedente de un pequeño pueblo espartano del Peloponeso. Los buenos recuerdos no se apagan así como así y los de Creta son extraordinarios. Me hospedé, además, en un lugar encantador.

HOTEL DOMA.

El Hotel Doma era por aquel entonces, creo que lo sigue siendo en la actualidad, un pequeño y elegante palacete neoclásico del siglo XIX situado en primera línea del mar. El trato exquisito, al igual que el mobiliario, pertenecían a otra época, los cuadros, viejas fotografías y objetos que rodeaban al huésped le hacían sentirse en su propia casa, tan dueño de la memoria como si hubieran formado parte de su vida. Abrías de par en par los ventanales de las habitaciones que dan al mar y no querías moverte más de allí. Todo en el Doma resultaba inolvidable para el visitante, la atmósfera, los manteles de lino, las mermeladas caseras, el yogur y la gelatina de rosas, que cita el que fue uno de sus huéspedes más ilustres Antonio Tabucchi, en su libro Viajes y otros viajes. Localizado en el suburbio de Halepas, donde en otro tiempo estaban las legaciones internacionales, la casa del Doma fue sede del consulado austro- húngaro y temporalmente en 1944, cuando ya pertenecía a la familia de sus posteriores hermanas propietarias, acogió también una representación diplomática británica. 

RESTAURANTE TAMAN.

En una dirección, enlaza a través de una preciosa carretera de costa con la casa del patriota Eleftherios Venizelos, político y miembro de la Asamblea cretense que en 1905 declaró la unión de la isla con Grecia. Y en otra, con el puerto veneciano de Chania o La Canea. Allí iba con frecuencia, además de a beber vino de Santorini, a comer pulpo, también con salsa de vino pero tinto, que se cocina en las concurridas tabernas. En la calle Zambeliou, una de las arterias más frecuentadas, antes de llegar a la Puerta Renieri, se encuentra el restaurante Taman. Recuerdo que era el paraíso del pulpo al vino (htapodi krasato), de las croquetas de arroz y de espinacas, y de los tomates rellenos de huevos. Sucedió antes de que la desdicha económica se apoderara de Grecia, y de las tabernas peninsulares e insulares salía el ruido de las copas que los comensales estrellaban contra el suelo, la música de las liras y de los bouzoukis. 

Y estaba también la comida: las hojas de parra rellenas de arroz (dolmas), suaves como pétalos de flor, con un aroma intenso de hinojo y hierbabuena; el puré de berenjenas (melitanosalata); las huevas de pescado (taramosalata); las ensaladas con tomate, queso feta y cebolla; el tsasiki (yogur con ajo); las tiropitas (empanadillas de queso) y el cocorechi (pinchos de asadura al horno) entrantes (meze) perfectos que acompañan al cordero, o a una fritura de salmonetes (barbouni), el mejor pescado que se puede comer de un Egeo esquilmado por el hombre.

STAVROS.

Y hasta Stavros me conduce el obituario de Theodorakis, el gran compositor de las bandas sonoras de Zorba y de Z; el Canto General, de Neruda; la Suite nº 1 para piano y orquesta e inolvidable autor de decenas de canciones que definen el alma griega. La playa de Stavros es otro lugar cercano al paraíso, un arenal rodeado de restos minoicos y un mar tranquilo de agua azules donde nadie podría ahogarse. A mí casi me traga el mar por un exceso de confianza y la imprudencia de nadar hasta donde las fuerzas ya no me auxiliaban. Afortunadamente, con la playa prácticamente vacía, fuera de temporada, el baño quedó en un susto del que me pude reponer, una vez que pisé la arena, en una especie de chiringuito o bar rodeado precisamente de las fotos de la película de Cacoyannis, en las que Zorba y Basil se juntan para bailar el sirtaki dando tregua al conflicto humano que encarnan la pasión y la razón. No era aquel un mal lugar para poder conciliar el sobresalto con la felicidad de hallarme en la tierra de los dioses. 

Yo ya me había enamorado del mito griego contemporáneo al leer por primera vez El coloso de Marusi, la novela de Henry Miller, en la que el autor cuenta su vivencia de un año en Grecia y las islas del Egeo. Un canto a la amistad y a la espiritualidad y una historia de la que, por entonces, pensaba que las oficinas griegas de turismo deberían promocionar para evitar que la isla se llenase únicamente de hordas de alemanes insensibles al significado más esencial de la vida y la civilización en el Mare Nostrum.