Cangas de Onís tiene título de ciudad y presume de haber sido la primera capital de España. Aunque solo lo haya sido de su primer embrión tras la batalla en la cercana Covadonga, eso ya es mucho. Reina allí cierta ampulosidad fomentada por los gestores de un supuesto prodigio, que no se compadece con la maravillosa modestia del origen, una parva y fiera rebeldía de consecuencias formidables. El rudo tallista de madera y hostelero que junto a la vía de acceso al valle dispuso un muñeco echador de sidra de pene descomunal, acortado ante las protestas de un munícipe y dejado luego en tamaño medio, está ahora dispuesto a darle el que diga el alcalde. Pocos de los visitantes hoy al lugar sacro, en su día, podrán evitar buscarlo con la vista, para evaluar el estado de la cuestión. Difícil de explicar al mojigato que el humor es una seña de identidad étnica más honda aún que Covadonga.