Tres fueron las claves del éxito de nuestra transición a la democracia: la primera, existía un proyecto de país con una mirada hacia el pasado (nunca más una dictadura, ni una confrontación civil) y otra hacia el futuro (queremos ser como el resto de países europeos en democracia y bienestar). Segunda, este proyecto era compartido por una inmensa mayoría de españoles de diferentes creencias, enfrentados en el pasado y con rivalidades de futuro. Tercera, la clase política del momento se puso al servicio del cumplimiento de este proyecto, lo que se materializó en la Constitución de 1978 (aprobada en referéndum con el 92% de votos afirmativos y una participación del 68%) y, luego, en el Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas (aprobado en 1985, por unanimidad de los 309 diputados presentes en el Congreso).

Democracia, ingreso en la UE, junto a la posterior incorporación al euro, nos han proporcionado, no sin muchos problemas, las mejores décadas de la historia reciente de España, incluyendo un proceso claro de convergencia real hacia los países más avanzados de Europa, tanto en términos de renta per cápita como en niveles de bienestar social. 

Pues bien, esta paulatina aproximación a los niveles de renta y bienestar de la media de los países de la eurozona (los únicos comparables tras la última ampliación) se ha detenido. Incluso, se ha revertido en la década marcada por la crisis financiera (2008), la del euro (2010) y la pandemia (2020). En términos de convergencia real, hoy somos menos europeos que a principios del actual milenio. Y ello debe encender una potente luz roja de atención a los decisores públicos, sobre todo, porque los puntos donde se sitúan nuestras mayores divergencias con la media europea, son ampliamente conocidos lo que demuestra que hemos perdido, en tanto que país, impulso reformista.

Por citar solo algunos de los indicadores más relevantes: nuestro índice de renta per cápita medido en paridad de poder de compra, ha incrementado la brecha en diez puntos porcentuales respecto a la eurozona. Relacionado con ello, España se mantiene a la cola en productividad por hora trabajada y muy alejada de países punteros como Italia, Francia o Alemania. Ello, a su vez, está vinculado a que nuestra inversión en I+D se sitúa tres puntos porcentuales respecto al PIB por debajo de la media. Nuestra tasa de abandono escolar, por su parte, es muy superior, como lo es la tasa de paro que, entre los jóvenes, duplica en España la media europea. Nuestros ingresos y gastos públicos respecto al PIB se mantienen por debajo desde hace décadas y, por citar un ejemplo relevante hoy por la pandemia, nuestro gasto sanitario por habitante es la mitad que el de Alemania, país puntero en esto, y Francia. 

Hubo un momento, cuando a mediados de los 90 del siglo pasado empezaron a aplicarse los criterios de convergencia nominal (déficit público, deuda pública y tipos de inflación) definidos en el Tratado de Maastricht como imprescindibles para la transición a la moneda única y al Banco Central Europeo, en el que se discutió hasta qué punto cumplir con dichos criterios nominales obligaba a llevar a cabo políticas macroeconómicas de ajuste que impedían, precisamente, la convergencia real en variables como el empleo o la renta per cápita. La evidencia demostró que no existía esa supuesta incompatibilidad entre buscar la convergencia nominal y la real. Pero la evidencia demuestra, también, que la convergencia real no se consigue de manera automática, como por contagio, sin más que formando parte del club.

Equiparar España a la media europea en nivel de vida y de bienestar social, sigue siendo una aspiración, todavía sin cumplir treinta y cinco años después de nuestro ingreso en la UE. Aspiración que, claramente, requiere hacer cosas distintas a las que hemos hecho en los últimos veinte años en los que dos cosas han quedado de manifiesto: tenemos problemas estructurales y de funcionamiento que actúan como un potente freno de mano al desarrollo del país y, dos, ni los políticos, ni la sociedad civil hemos sido capaces de desbloquearlos en estas últimas dos décadas en las que, claramente, hemos perdido el impulso reformista con el que arrancó nuestra democracia.

Nuestro aparato productivo mantiene un problema de cantidad (no es capaz de generar todos los puestos de trabajo que necesita nuestra población) y de calidad (su productividad es más baja que la media europea). En realidad, podemos hablar de dos grandes grupos de empresas con un comportamiento y un desempeño radicalmente distinto: el grupo de los nómadas, internacionalizados, que compiten de tú a tú en el mercado mundial con las empresas de países más punteros y el grupo de sedentarios, más protegidos de la competencia y que solo alcanzan rentabilidad a base de precarizar el mercado laboral en un contexto de protección, directa o indirecta. Otras empresas, compiten internacionalmente gracias precisamente al músculo financiero y los ‘sobrebeneficios’ obtenidos gracias a la protección regulatoria que les brinda el Estado en el mercado nacional. 

Un Estado que, como agente económico y social, es de tamaño más reducido en España que en la media de Europa, pero, sobre todo, es mucho más ineficiente. Y ello se nota en un intervencionismo muchas veces estéril (a menudo es más formal que real) y con efectos desalentadores sobre la iniciativa empresarial por la duración excesiva de los procedimientos y una elevada discrecionalidad que ya nos ha proporcionado algunos casos muy sonados de corrupción. Y también se aprecia en una cada vez menor capacidad redistributiva lo que atenta contra la idea de igualdad de oportunidades y de ascensor social meritocrático, ambas con fuerte repercusión en la cohesión social muy debilitada en estos últimos años. Si crecen, a la vez, la pobreza y la desigualdad, es que el Estado no está cumpliendo bien su trabajo. 

La gestión de intangibles sigue sin despegar, justo en el momento en que el valor de los mismos crece con la nueva economía digital y del conocimiento. Un modelo educativo bastante anquilosado en contenidos y procedimientos, junto a un escaso aprecio empresarial por la innovación y la investigación, nos están alejando del que ya es, sin duda, el principal vector de desarrollo económico, junto a un capital social proactivo.

Para acercar de nuevo nuestra convergencia real a Europa tenemos que quitar esos frenos de mano y acelerar un poco más las reformas. Me cuesta creer que no exista una inmensa mayoría de ciudadanos que quieran, también hoy, ser más ‘cómo los europeos’ en estas materias. Si es así, nuestra principal diferencia respecto al momento de la transición es que hoy no parece que los partidos políticos sean capaces de anteponer los intereses generales del país a sus propios intereses partidistas. Así, volveríamos a estar en aquel aserto de Ortega que decía: España es el problema y Europa la solución. Y, me permito añadir yo, reconstruir un proyecto nacional desde el consenso sobre lo fundamental, sería el método de éxito probado. Empieza septiembre.