Hay imágenes que nos persiguen allá donde vamos. Era el mes de febrero del año pasado. Parece un tiempo lejano, inalcanzable. Cierta sustancia caprichosa quiere borrar los malos recuerdos de aquellos días. España estaba a otras cosas pero la avalancha ya se reflejaba en los cristales de la ventana. Encendí la televisión y vi esa escena terrible: una fila de camionetas militares ganando la calle. El espectador podría pensar que se trataba de un golpe de Estado. Camiones cruzando la larga avenida con un ritmo lento. La música de un requiem. En la pantalla leí que Bérgamo era la sede de aquel extraño desfile. Dentro de los furgones militares había ataúdes, centenares de féretros amontonados porque la efectividad de la muerte cumplía sus pasos con más destreza que la de los humanos para soliviantarla. 

El norte de Italia fue el epicentro europeo de la desgracia que llamamos Covid. Hay países que han demostrado tener peores datos y en los que la enfermedad se ha desarrollado de forma más virulenta, pero es este territorio el que conmocionó nuestra conciencia en los primeros días de febrero. Entonces era una ciudad devastada, sin almas ocupando las calles. Vacía de humanidad, el silencio se imponía. Ruedas de camión asaltando el pavimento y militares con máscaras. En aquel lugar, pensaba, días atrás se extendía una preciosa ciudad medieval, con cientos de vuelos al día. El centro de la felicidad europea. El reclamo que fijamos en nuestras agendas cuando se acercan las vacaciones.

He vuelto a Bérgamo este verano. No estuve en 2020, pero no hubo camino de esta pandemia que no pasase por aquella avenida desolada. Hoy Bérgamo no se parece en nada a su espejo roto de un año y medio atrás. La humanidad ha perdido el miedo porque también se acostumbra a la muerte. Nadie muere dos veces, así que el hombre prueba a mantenerse en las mismas tradiciones a las que acostumbraba. Una de ellas es viajar. 

Mi estancia en Bérgamo fue de paso pero suficiente para extraer de la experiencia una cierta satisfacción. Debía ver la resurrección de esta ciudad en el norte de Italia, cercana a Milán. Como un viajero antiguo que atraviesa los muros de un enclave en donde ha reinado la peste. Y volvió a surgir la vida. Hombres y mujeres sin mascarilla, caminando tranquilos, saliendo de los negocios con las manos llenas de bolsas. Las plazas de agosto repletas de martinis a media tarde. La normalidad de siempre con la cicatriz de ayer por la noche.