Joe Biden está en dificultades. La catastrófica retirada de Afganistán es un jaque a su gestión, ya veremos si mate, que marcará los más de tres años que quedan hasta las presidenciales de 2024. Incluso parece más viejo desde hace días. Es como si el personaje proyectado por sus asesores, el hombre dinámico de 78 años, se hubiese desmoronado. Incluso se permitió una cabezada (o cerró los ojos brevemente, según la versión oficial) en una comparecencia ante los medios con el primer ministro israelí, Naftalí Bennett. Fue el 29 de agosto, poco después del atentado que mató en Kabul a decenas de civiles afganos y a 13 marines estadounidenses.

El presidente es ahora un tipo vulnerable, algo peligroso en un mundo de tiburones. Su imagen en una rueda de prensa con las manos aferradas a su carpeta de notas y la barbilla escondida, transmitía derrota, también humanidad, un valor ético que dejó de cotizar en la vida pública. Biden asumió la responsabilidad de lo ocurrido, pero evitó a hablar de derrota. Sostiene que la alternativa a la retirada era más guerra. Su tragedia política es que será inevitable trabajar con los talibanes en campos de interés mutuo, como el terrorismo del Estado Islámico.

El 1 de agosto, el presidente tenía una aprobación del 51,3%, según la media de encuestas de Real Clear Politics, una excelente web para informarse de la política estadounidense. Faltaban 31 días para una retirada pactada con los talibanes en febrero de 2020, bajo la presidencia de Donald Trump.

El 30 de agosto, tras el hundimiento de Kabul, el apoyo se había reducido a un 46,9%. Es un pésimo dato para un presidente que está en la primera fase de su mandato. Es el cuarto peor desde el final de la Segunda Guerra Mundial tras Gerald Ford, Bill Clinton y Donald Trump.

Filtraciones como la obtenida por Reuters, en la que Biden decía a mediados de julio al aún presidente afgano, Ashraf Ghani, «no necesito decirle que la percepción es que las cosas no van bien (…) Es necesario, sea cierto o no, proyectar una imagen diferente», socavan aún más su imagen. El objetivo era salir de la ratonera, no la seguridad de los afganos.

¿Habían advertido el Pentágono y la CIA de cuál era la realidad? Afganistán ha terminado por parecerse al célebre artículo de Gabriel García Márquez sobre la dictadura uruguaya: «El cuento de los militares que acabaron creyéndose su propio cuento». Han sido dos décadas con el mantra de que habíamos llevado la democracia y la libertad a Afganistán, un país atrasado con una mayoría de la población analfabeta. La guerra se perdió al invadir Irak en 2003. EE UU no pudo conducir dos aventuras militares simultáneas y terminó derrotado en ambas.

Los republicanos han olido la sangre y se han lanzado contra el presidente. Los más ultras ya blanden un nuevo enemigo, descubierto durante la pandemia: China. Deberían tener cuidado porque en los últimos juegos de guerra del Pentágono, EE UU sale perdedor en una eventual confrontación con China por Taiwán o en la disputa de la soberanía de las islas del mar del sur de China, los dos puntos más conflictivos.

Debilitado en el exterior, con el prestigio de EE UU hundido en Oriente Próximo y Europa, el presidente libra otra batalla contra un Partido Republicano echado al monte. Texas acaba de prohibir de facto la práctica del aborto con el apoyo tácito del Tribunal Supremo de EE UU, que se negó a bloquear la nueva ley mientras decide sobre el fondo. Florida, el estado con más contagios, tiene un gobernador negacionista que está contra las mascarillas o de cualquier restricción. Prima el capitalismo salvaje, la ley del más fuerte.

Los líderes republicanos han asumido como un hecho incontestable que Trump decidirá las primarias previas a las legislativas de 2022. El expresidente maneja los fondos que financiarán las campañas. Se da por seguro que premiará y castigará a quienes no le han sido fieles. Si tuviera éxito daría un impulso a su candidatura a la Casa Blanca en 2024. Si fracasara, y los demócratas mantuvieran además el control de las dos cámaras, Biden tendría dos años para revertir la situación creada por el desastre afgano.

No ayudan su edad, el evidente desgaste físico y la desaparición de la escena de Kamala Harris. Es el problema de los vicepresidentes: solo están por si se muere el número uno. Quizá Biden era el único candidato capaz de derrotar a Trump en 2020, pero no es el mejor presidente para un país en declive. No busquen alternativas, sería necesario un milagro para que los ultras no regresen al poder.