Si los ecologistas hubieran tenido dos dedos de frente, habrían reclamado hace tiempo la reconversión de todas las fuentes de generación de energía en centrales nucleares. No tendríamos que padecer las continuas subidas del coste de la luz, no estaríamos temblando por el calentamiento global y tendríamos la atmósfera tan limpia como una patena, completamente libre de gases de efecto invernadero. Nunca dejaremos de lamentar suficientemente el error cometido al no potenciar, incluso oponernos ferozmente, a la única fuente de energía que no perjudica a la Tierra, que no depende de los caprichos de la naturaleza, y que no necesita del respaldo de ninguna otra energía por si falla, como es el caso de las renovables.

Hemos llegado a esta situación (con el recibo de luz disparado y las catástrofes por eventos meteorológicas cada vez más frecuentes) porque una parte de la sociedad reaccionó (y aún reacciona) de forma histérica ante la posibilidad de accidentes nucleares, no distinguiendo la realidad de los datos de la ficción, y dejándose influir por películas y series catastrofistas. Los chinos, que se ponen por montera a los movimientos ecologistas y la histeria popular, hace tiempo que decidieron que no es posible alcanzar los objetivos climáticos sin contar con las centrales nucleares. Al contrario de lo que se ha hecho en Alemania o España, con sus cierres de centrales nucleares plenamente funcionales por motivos de conveniencia política. Con ello están arruinando a sus ciudadanos y a la industria por el recibo de la luz y el futuro de nuestro planeta.

Hay que reconocer que la histeria antinuclear está bien asentada en los mitos populares desde el día del descubrimiento de la radioactividad por los esposos Curie. Al principio parecía una cosa milagrosa, incluso se fabricaron dentífricos radiactivos y productos para curar todas las dolencias. Pronto se descubrió que, lejos de curar nada, enfermaba a la gente que estaba en contacto con materiales radiactivos. Unas de sus primeras víctimas fueron los Curie.

Pasarían décadas hasta que se descubriera el efecto positivo que tiene la radioterapia en la eliminación de las células cancerosas, pero la histeria ya había sido desencadenada.

Años después se descubrió el uso de la radioactividad para generar energía nuclear. De nuevo el mal fario la llevó a ser identificada con su uso militar y con su empleo en los despiadados bombardeos que arrasaron Hiroshima y Nagasaki. Pasado el susto y olvidada la masacre, como se olvidan todas las masacres provocadas por los vencedores, los países empezaron a construir centrales nucleares. La construcción de éstas en Occidente tuvo muy en cuenta criterios de seguridad, no así en la Rusia Soviética, donde la seguridad de los trabajadores y de los que habitaban en las poblaciones de alrededor de una central, como en el caso de Chernobyl, importaba más o menos una mierda. Pero eso también pasó con la aviación comercial, hasta el punto de que se llevaban dos listas de accidentes, una para los aviones soviéticos, con cifras aterradoras, y otra para los occidentales, con cifras mucho más moderadas. Y eso no significó el fin de la aviación, pero Chernobyl sí afectó y mucho al futuro de la energía nuclear.

La guinda fue Fukoshima, donde murió una sola persona por el accidente nuclear, pero más de 15.000 por el terremoto y el tsunami que lo originaron. Pero ya se sabe, un tsunami es un ‘acto de Dios’, al que no se le exige responsabilidad, pero la mera existencia de una central nuclear supone activar la histeria de ecologistas, supersticiosos y timoratos en general. Los muertos por accidentes en las minas de carbón, según la BBC, son 1200 al año de media. Según la ONU, 50 personas murieron por el accidente de Chernóbyl. Las otras muertes que se la atribuyen no dejan de ser una especulación estadística, con dramáticas bases reales pero una pura especulación. Pero, atención, no dejemos que la fría realidad de las estadísticas nos estropee una buen crónica periodística o un guión para una serie de televisión. Las películas basadas en catástrofes nucleares, reales o ficticias, constituyen un subgénero cinematográfico por sí mismas, empezando por la excelente El Síndrome de China, protagonizada por Jane Fonda, Michael Douglas y Jack Lemon.

Lo de la histeria ante lo nuclear sería hasta divertido si no nos hubiéramos jugado a la ruleta rusa, y perdido, la salud de nuestro planeta, por no decir la viabilidad de nuestra civilización. Aquí estamos, cerrando centrales nucleares y pagando cada vez más cara la luz porque al petróleo le ha dado ahora por subir (sobre todo porque hay una mafia de países que controla la producción y, por tanto, los precios) y porque, como no llueve, las centrales hidroeléctricas no producen electricidad. Y en cuanto a las renovables están muy bien, si tenemos en cuenta el consumo actual de energía pero no el crecimiento exponencial que sufrirán las necesidades de energía por el desarrollo previsible de los países actualmente subdesarrollados. Solo hay que ver el aumento de la demanda energética de China en las últimas décadas. Las renovables ocupan terrenos cultivables, dañan el entorno natural donde se instalan, dificultan la navegación y, sobre todo, son viables en la medida en que son respaldadas por otras fuentes de energía más estables y por subvenciones sin cuento, para lucro de los fondos de inversión americanos y las grandes compañías generadoras.

Y sí, está la coña de siempre de los residuos nucleares, cada vez más residuales (valga la redundancia) por el aumento de la optimización de los reactores de nueva generación. Pero comparar los residuos nucleares, plenamente asegurados y controlados por las mismas empresas que los generan, con verter millones de toneladas de gases de efecto invernadero a nuestra atmósfera es completamente ridículo. Hay que comprender a los histéricos, pero no deberíamos haberles hecho caso.

La prueba definitiva de la estupidez política en este tema la aporta Angela Merkel, que alimentó la histeria nuclear en el mundo al decidir el cierre precipitado de las centrales nucleares alemanas después de Fukoshima, y ha provocado que su país haya tenido que volver al uso del carbón para salvar la competitividad de su industria.

Esto se llama en mi pueblo hacer un pan como unas tortas.