Con Sebastián Martínez. Conversación y desayuno con Sebastián Martínez, escultor y pintor, guía de viajes y aventurero que se conoce todos los continentes. Me ha contado que está trabajando en un gran caballito de mar para poner al aire libre en San Pedro del Pinatar. Hemos hablado de sus largos viajes y de los cortos míos, del medio ambiente, del cambio climático y, por supuesto, del Mar Menor. También hemos hablado de la ignorancia, que es ese caldo de cultivo que aprovechan muchos para plantar sus semillas emponzoñadas que, bien regadas de miedo y abonadas con chivos expiatorios, hacen crecer sus mensajes egoístas y sus falsas soluciones fáciles a problemas complejos. Al final perpetran una cosecha para servir en bandeja a los señores feudales o reyezuelos de Taifas de hoy día. 

Ya sé que «en todos lados cuecen habas», pero Sebas y yo coincidimos en que viajar te abre la mente, te amplía el horizonte y te hace ver a tu terruño, en la distancia, con ojos nuevos. Le contaba que mi viaje este verano ha sido modesto: unos pocos días por el Maestrazgo, por la España vaciada de la provincia de Teruel, que también existe, como sabemos. He disfrutado del contacto con la naturaleza, montes, valles, bosques y hermosos y cuidados pueblos de piedra como Puertomingalvo, a 1.500 metros de altitud, donde nos hemos alojado. Nada más llegar, el hecho de estar a diez grados menos de temperatura ya era una gozada, pero lo mejor ha sido disfrutar de la gastronomía local, de las rutas y senderos y, sobre todo, traernos la mochila repleta de ideas que nos vendrían muy bien para nuestra Región. 

Viajar para ver. Cuando viajas ves estos pueblos limpísimos, cuidados, restaurados, con rutas señalizadas, en íntimo y respetuoso contacto con la naturaleza y te preguntas cómo lo hacen si son españoles como nosotros y su renta es inferior a la nuestra. Tenerle cariño al pueblo de uno es muy normal, pero decir «mi pueblo es el más bonito del mundo» ya es un atrevimiento que sólo puede indicar que el amor es ciego o que se ha viajado poco. 

En nuestro entorno, sin ir más lejos, guiados hacia el abismo por un progreso mal entendido, hemos mirado hacia otro lado, consintiendo la aniquilación del paisaje, del ecosistema, de la tipología tradicional de los pueblos y de toda la cultura que nos había conformado durante siglos. Y no, no estamos así porque nos hayamos puesto en manos de la modernidad, porque vamos hacia atrás, atrapados por un catetismo de cartón piedra que sustituye los antiguos muros históricos por hormigón armado, las puertas de madera por las de aluminio barato y la belleza de los campos silvestres por el verde impostado de los campos de golf o, peor aún, del césped plástico artificial en horribles urbanizaciones, donde se resguardan las familias que huyen de los pueblos y de los históricos barrios de nuestras ciudades. Pero, eso sí, todo ello aderezado con esparcir nuestra basura, nuestros plásticos y muchos, muchos escombros, por cualquier camino, calle, solar, monumento o la mismísima arena de la playa en una noche de botellón. Así que, de nuestro viajecito venimos llenos de esperanza en que otro mundo es posible, en España sin ir más lejos, donde no hemos visto ni un ápice de basura o escombros en ningún lado.

El Mar Menor. Tema de extrema gravedad que tanto nos urge, sólo es la punta del iceberg de lo mal que lo ha hecho nuestra generación de nuevos ricos. Teníamos treinta kilómetros de paraíso en La Manga y los hemos convertido en un feo monumento inhabitable al mal gusto. Le hemos metido la pala al mundo que se nos legó, hemos labrado y aplanado todas las tierras de la Comarca, eliminando caminos, veredas, ribazos, árboles, aljibes o casonas, todo lo que se pusiera por delante, con el fin de conseguir grandes y más rentables extensiones que pudieran cultivarse cuatro veces en un año. 

Hemos dejado caer para posteriormente demoler casas de labranza de más de trescientos años, con sus bodegas, almazaras y caballerizas, que serían monumentos en cualquier país del mundo. Somos el único lugar del orbe en que se han mantenido poco más de cinco molinos de viento de los más de 250 que podrían llenar nuestros campos de una belleza digna de las mejores rutas de turismo rural sostenible. Hemos dejado que cada uno haga de su capa un sayo destrozando nuestros pueblos, con sus casas de piedra o de ladrillo visto, se han dejado demoler las casas singulares, las posadas, las carpinterías o herrerías antiguas, las fuentes y aljibes, y no se ha respetado una estética urbana común. Lo de las plazas no tiene nombre, se han destrozado, eliminado los árboles y dejado todo enlosado, que es más barato de mantener pero que las hace inhabitables en estas zonas sedientas de sombra. 

Y ya ni te cuento lo que ciertos Ayuntamientos hicieron malvendiendo o regalando a algún terrateniente las zonas comunales en el campo, que quedaron en manos públicas tras la concentración parcelaria del trasvase, y que hoy podrían ser lugares de expansión, de disfrute de la naturaleza y de senderismo. Nos ha quedado un campo hecho una era o cerrado con altas alambradas, símbolo perfecto de la avaricia y, sobre todo, nos ha quedado una tierra inhóspita, un Mar Menor muerto atestado de casas y pisos que se devalúan por momentos. ¿Quién va a querer venir por aquí? Ya puede hacer buenas campañas de promoción turística la Consejería que si no arreglamos esto todo el mundo querrá salir huyendo. 

Lo que podría haber sido y no fue. Es indignante que no se haya actuado antes, pero tal vez solo nos queda la cirugía, cortar con decisión por lo sano. No estaríamos así si se hubiese respetado el entorno, el paisaje y el patrimonio, en convivencia con un turismo de calidad y una agricultura, pesca y ganadería sostenibles. Es indignante que habiéndose ganado tanto dinero en el Campo de Cartagena, nada de ello haya revertido en el cuidado de la gallina de los huevos de oro. Ahora, cuando urge invertir grandes sumas para salir de ésta, los aprovechados que nos han traído hasta aquí, sólo piensan en que el desastre les trae otra oportunidad de negoción, con grandes obras públicas donde llevárselo crudo. Lo que debería hacer es aportar su parte correspondiente, a cuenta de los tantos beneficios de estos años. Nos quieren convencer de que la solución es que el desaguisado lo arregle el Estado, es decir, que salga de las espaldas de todos los españolitos de a pie, no de los de a caballo o mercedes. De nuevo se repite lo que pasó con la bahía de Portmán: Se les acabó el negocio y nos dejan la limpieza a todos.

Echarle la culpa al de arriba. El diablo, jefe del infierno, seguía animando a los suyos a echar leña a las calderas, al tiempo que se lavaba las manos como Pilatos, excusándose en que el responsable era Dios, que lo permitía y que, además, había inventado el fuego y tenía la potestad de traer el fin del mundo cuando quisiera y acabar con todos los sufrimientos. Lo peor del cuento es que las gentes condenadas, mientras se abrasaban, aplaudían a Satanás cuando se exculpaba de su responsabilidad sobre el calor y despotricaba de los ángeles, por lo bien que vivían a la fresca, que siempre tiene que haber un chivo expiatorio. Lo que muchos ignoraban es que, además, Lucifer estaba contratado por el lobby de las eléctricas, que se abastecían del calor infernal para hacer su ‘agosto en Murcia’ eterno.