Este año mi hija Elena ha hecho el Camino de Santiago. Ella, al igual que yo un verano de hace años, no tenía muy clara la idea de matarse a andar, ni qué relación podía tener con ganar la indulgencia plenaria. Ha sido entrañable volver a ver, a través de ella, aquellos senderos y aquellos árboles, vivir el espíritu de los peregrinos y la emoción de llegar andando a Santiago. Por algo se sigue haciendo el Camino.

Qué ilusión al empezar a andar, cargadas con las mochilas, por esos paisajes tan bonitos. Parece mentira, pero hasta que no empezamos, no sabíamos que al Camino puedes ir sin planos ni rutas. En cada cruce de caminos, o en las fachadas de las casas, en cada pueblo que atraviesas, hay pintadas flechas amarillas indicando por dónde seguir. A veces había que parar y fijarse, pero al poco veías en el tronco de un árbol, o en una piedra en el suelo, la flecha. Era algo mágico pensar que una mano invisible te indicaba todo el tiempo la ruta correcta.

Luego estaba la gente que también hacía el Camino. El encuentro permanente con los otros peregrinos, aunque sea casual, para descansar en una parada de avituallamiento o para hacer una foto en esos paisajes increíbles tiene algo de hermanamiento. A quien primero conocimos fue a una enfermera que iba sola. A nosotras nos parecía hasta peligroso ir así. Al pasar los días supimos que era sencillamente una persona independiente y no nos atrevimos a preguntar más. En el Camino, cada cual deja fuera su vida normal y es sencillamente un peregrino. Cada cual por su motivo. También conocimos a una familia que cada día nos alcanzaba e iba un rato con nosotras, y luego los perdíamos de vista, para volverles a ver en el albergue. También iban un chico y un hombre, canarios, que conocimos más adelante porque ellos pernoctaban en hoteles. También en el Camino hay clases.

No he comido más ni mejor que cuando hice el Camino de Santiago. Qué carnes, qué postres. Y con el hambre de cinco o seis horas andando. El paraíso de cualquier devoto del buen comer. Luego veíamos el pueblo, algunos con verbenas de verano, y sellábamos aquel pasaporte que nos acreditaba como peregrinos. Te lo sellaban en cualquier sitio, no solo en la iglesia, también podías ir al bar, a una casa particular...

Pasaron los días y llegó la jornada en que llegaríamos a Santiago. El día anterior quedamos toda la comitiva en esperarnos unos a otros para subir al Monte del Gozo juntos. Qué visión tan bonita, la de la Catedral de Santiago abajo, después de subir por esos montes verdes, frondosos, y empinados como demonios.

Llegamos a Santiago la enfermera, los canarios, la familia y nosotras. Allí en la plaza del Obradoiro nos hicimos las fotos de rigor, y en la Catedral abrazamos al apóstol y oímos misa con botafumeiro incluido. Qué experiencia tan bonita. No tardes en hacerlo. El Camino te espera.