La gente se sienta mucho, de ahí el sedentarismo galopante. Abunda la literatura sobre los tumbados, pero no hay ninguna sobre los sentados. Los tumbados gustan a los poetas; los sentados preocupan a los nutricionistas y a la Seguridad Social, no por el precio de las sillas, sino por el de la obesidad patológica. Lo de sentarse no es una decisión consciente, como lo de tumbarse. Se sienta uno en el metro, en el autobús, en el avión, en la sala de espera, en el parque, en la iglesia…, es decir, allá donde le sale al paso, azarosamente, una oportunidad, y se levanta de manera mecánica, sin darle vuelta alguna a lo que ha hecho. Lo de tumbarse implica la voluntad férrea de un «hasta aquí hemos llegado». La cama es un país con sus regiones autónomas. Está la zona de los pies, el sur, en la que nadie medianamente sensato introduciría la cabeza, y la zona de la cabeza, el norte, a la que los pies no viajan jamás. El ecuador de la cama se encuentra entre las ingles y el ombligo y es una zona cálida en la que con frecuencia se aventuran las manos, ciegas pero hábiles, para efectuar palpaciones y reconocimientos. Si la cama es muy ancha, gozará de un par de regiones más al este y al oeste, para que el cuerpo ruede sin temor a caer en las tinieblas exteriores. Significa que se puede vivir en una cama e izar incluso una bandera con los colores con los que mejor se identifique su habitante.

La silla carece de tales posibilidades. Tampoco el sofá, al que tanta gente se retira al jubilarse o deprimirse, puede acogerte como una verdadera patria. Se pueden pasar años en él del mismo modo que se pueden pasar años en el extranjero, pero lo que al final desea uno es volver a la cama, que viene a ser como volver a casa.

Escribo estas líneas sentado en una silla del ambulatorio de mi barrio, esperando mi turno. Hay unas veinte sillas, quizá más, unidas por la cadera, como algunas siamesas célebres. Si las eliminaran, esperaríamos de pie y bajarían el sedentarismo y la obesidad. Pero un país en pie es un país peligroso. Quizá el sedentarismo no sea tan malo. La gente sentada es dúctil, sumisa, maleable. Quizá por eso hay sillas en todos los espacios públicos cuyo objeto es la espera.

Los maestros de quienes aprendí el noble oficio de la columna, de vez en cuando, sin más motivo que dar razón de una vida, escribían una columna que era un retrato, que era un prototipo, que alcanzaba a una realidad común. Y así, en plena ola de calor, sin más intención que acordarme de los viejos maestros, me he puesto a prosar unas letras sobre Antonio.

No sabría cómo definir lo que le pasa a Antonio, porque el lenguaje políticamente correcto es muy voluble y va cambiando de un día para otro y uno teme siempre meter la pata, pero la cuestión es que Antonio es un niño más que cuarentón. En su cuerpo de hombre vive un chiquillo de no más de seis o siete años, o incluso menos, o acaso conviven tres críos de edades consecutivas, uno que se aproxima a la pubertad, otro que está más cerca de la infancia y uno intermedio entre los dos.

La cosa es que Antonio anda todo el día de un lado para otro, diciendo «hatalego, socio», que es su forma de saludar a todo el mundo. Y, claro, la gente le contesta, y entonces él ya encuentra vía libre y te pregunta: «¿me has buscado eso?». Y si el interpelado ya lo conoce, le responde: «no, Antonio, todavía no», y él ya continúa «ya sabes, socio, la clasificación de tercera regional, todos los equipos», y el otro, «sí, Antonio», y él de nuevo al ataque: «¿tú tienes internet en tu casa?», y el otro «sí, Antonio», y él «pues entonces búscame también todo lo de la champion,» y el otro sin pararse, pero sin ser brusco: «sí, Antonio, yo te lo busco». Y así el día entero dando bandazos y recordándole a todo el que se encuentra que le busque ‘eso’.

A diario aparece, también, en casa de mi vecina. Llama al timbre y pregunta: «¿Pepi, hay algo?». Se refiere a la basura. Si hay, la coge y se la lleva, previa propina de un euro. Si no hay, dice «bueno, perdona, hatalego», y se larga, pero no es raro que vuelva al rato. Siempre me imagino que le urge el euro para cualquier cosa, pero nunca he averiguado para qué, si para alguna chuchería, algún caprichillo, o lo guarda en una alcancía. Todo en Antonio es un misterio. Nunca he sabido si alguien alguna vez le ha buscado ‘eso’, y si alguna vez lo consiguió, qué demonios hizo con ‘eso’, para qué lo quería, para qué lo quiere.

Ahora a mi vecina le pregunta todos los días: «¿tu hijo me ha buscado lo que te dije?». Y mi vecina, con la paciencia de quien sabe que habla con un niño, o con tres niños en un mismo cuerpo, le dice: «sí, este mediodía se lo digo», y él responde «no te olvides, ya sabes, necesito un móvil y el cargador, no se te olvide el cargador». Y se va con la basura y la propina, calle arriba, feliz o felices, quién sabe, los tres críos que viven en el cuerpo de Antonio, y que al cruzarse conmigo me preguntan, con una sola voz de hombre: «¿socio, me has buscado eso?», y yo: «ahora voy a buscártelo, Antonio» y él, alejándose, calle arriba, «gracias socio, hatalego».