Todos nacemos con un don, el secreto está en descubrirlo, entrenarlo y desarrollarlo. Michael Jackson no vino a este mundo cantando, habilidad el muchacho tenía, pero le tocó currárselo, no se engañen. Unos escribimos, otros pintan, los que más envidio, bailan. Hay quien cocina, proyecta edificios, gana medallas en las Olimpiadas. Y luego están los que saben no hacer nada y eso, más que un don, es un arte.

«Llega sobre las doce y no se mueve hasta las ocho de la tarde», me cuenta Maricruz del hombre apoltronado en la silla de rayas azules y blancas sobre el pequeño trozo de playa justo enfrente de la terraza de su casa. De cerca necesito gafas, pero para las grandes distancias tengo vista más de lince que humana, así que mientras mi amiga sigue hablando alcanzo a distinguir el pelo canoso, la tripa cervecera, el bañador rosa y el color de piel negro zumbón del cincuentón cuya historia ya me tiene intrigada.

¿Y qué hace tantas horas sentado a pleno sol con la que cae? pregunto: «Nada, no hace nada». «Algo hará», insisto asombrada. Ángel entra en la conversación: «Siempre llega a la misma hora, como un clavo. Coloca la silla, se sienta cara al sol sin la camisa que ya ha guardado en la bolsa de lona naranja y así se queda horas, casi ni bebe agua». «¿Habla por el móvil, pasea, fuma, lee, se da un baño?». Me cuentan que solo un par de veces en todo el día se levanta, da unos pasos, posa su culo en la misma roca y sumerge los pies en en el idéntico palmo de agua. Comer, lo que se dice comer, poco: siempre un sandwich y rápido.

Pienso en saltar el muro de piedra de casa de mis amigos que me separan de él y de la playa, sentarme a su lado y darle rienda a mi curiosidad hoy insaciable, pero me lo pienso mejor: estoy fresquita debajo del toldo como la cerveza que estoy saboreando y, además, si me acerco a preguntarle lo más seguro es que por cotilla me mande al mismísimo carajo, aunque lo que me gustaría es oírle decir: «Practico el arte de no hacer nada».

Escribo estas líneas en el tren de camino a Madrid donde me espera mi avión a Catania; prometo otro artículo sobre este primer viaje al extranjero después de casi dos años y los nervios que me tienen desquiciada desde hace semanas con tanto QR y certificados de toda condición y clase. Mientras, permítanme seguir hablándoles del «niksen» de los holandeses, que viene a ser lo mismo que el «dolce far niente» de los italianos o nuestro tocarse los cataplines a dos manos. Los ovarios, no, por favor, no me sean cursis, el dicho popular es así y al lenguaje inclusivo frente al hablar castizo que le vayan dando.

No hacer nada a diecisiete grados en una cabaña en Noruega sobre la copa de un árbol con la vista sobrevolando un idílico lago lo veo fácil, pero, ¿en pleno julio, sin sombrilla, sudando la gota gorda en una playa abarrotada de gente en Cabo de Palos? Un premio para Juan, Ramón, Pedro o cómo coño se llame nuestro misterioso hombre al que, si vuelvo a ver, prometo felicitar por tan excelsa y osada hazaña. Y contarles, claro.

Y ustedes, ¿son capaces de no hacer nada? Nada de nada porque estar tumbados a la bartola en el sofá valdría, pero si mandan un solo guasap o contestan una llamada quedarían inmediatamente descalificados.