Cuando en abril Anna Balletbó, que formó parte de un cualificado grupo de trabajo sobre la reforma de la ONU, me advirtió de que la decisión de Biden de retirarse de Afganistán tendría graves consecuencias (triunfo exprés de los talibanes y éxodo de los afganos ‘colaboracionistas’) pensé que me pintaba solo el peor de los escenarios. Por desgracia, hoy es la realidad.

Tras Irak, Afganistán vuelve a demostrar que la pretensión del presidente Bush hijo (y de Estados Unidos) de establecer una democracia en base a su fuerza militar fue un disparate. Cuando Biden, en base al cansancio de la opinión americana en una operación que les ha costado mucho dinero y muchas vidas humanas, ha liquidado el protectorado, todo el edificio se ha derrumbado.

Y los afganos que trabajaron con los aliados, o los que se habían habituado a una vida algo occidentalizada, van a sufrir grandes penalidades. Las mujeres, las primeras. Biden cree que la retirada no le perjudicará en las relevantes elecciones al Congreso de 2022 y Europa asiste consternada al fracaso de un intento liderado por EE UU tras la gran conmoción del atentado del 11S.

En Europa hay justa indignación por las graves consecuencias del retorno talibán. Pero quizá sea estéril. Hace pocos años alguien simplificó la realidad mundial: Europa es el jardín de la tercera edad, mientras que China es la fábrica del mundo y la India su oficina informática. ¿Estados Unidos? Eran solo los seguratas encargados de mantener el orden. Ahora la garantía americana ha quedado devaluada y Europa (lo viene diciendo Josep Borrell) deberá dedicar más recursos a sus ejércitos si quiere tener un papel más positivo que la protesta contra las violaciones de los derechos del hombre en buena parte del mundo.

Biden ha mostrado los límites de la potencia americana y sus graves errores desde que jaleó a los talibanes para debilitar al imperio soviético. Ahí nació Bin Laden y hoy padecemos los efectos. ¿Qué hará Europa? Tras las condenas y lamentos, los gobernantes europeos, empezando por Merkel y Macron, saben que poco podrán influir en lo que pase en Afganistán, y lo que más les preocupa es que el éxodo inevitable no perturbe aun más unas democracias que no están en su mejor momento.

Los gobernantes europeos vienen a suscribir aquella frase (triste pero realista) del socialista Michel Rocard cuando dijo que en Francia no cabía toda la miseria del mundo. Muchos europeos y las oenegés se revuelven indignados, pero es cierto que el disparo de la inmigración siria en 2015 fue lo que aupó a la extrema derecha alemana contra Merkel. Y el temor a la inmigración es la base del crecimiento del Frente Nacional de Marine Le Pen o de la extrema derecha de Salvini. Y España no está al margen. Vox es ya el tercer partido español y el cuarto catalán.

Tras la caída de Kabul, ¿qué debería hacer Europa? Lo primero, asumir que no puede abandonar a los afganos que durante años han colaborado con los países europeos. Deben ser acogidos sin ninguna reticencia… aunque la gran dificultad será lograr sacarlos del país. Lo segundo es tener la máxima apertura (compatible con el realismo) con la oleada de refugiados que huyan de la dictadura talibana. La frase de algún dirigente europeo de que deberían rehacer su vida en países más próximos como Pakistán, Irak o la propia Turquía indica la complejidad del asunto. Y no es una cuestión de sentimientos, hace falta una política europea, generosa y realista con la inmigración, asignatura en la que Europa acumula suspensos y en la que, admitámoslo, la culpa no es solo de los gobernantes.

Pero más allá de las exigencias inmediatas, la UE debe asumir que el paraguas protector americano no es eterno. La retirada de Afganistán indica que a los presidentes americanos les condicionan los costes en dinero y vidas de ser los seguratas del mundo. Por lo tanto, si la UE no quiere ser irrelevante ante potencias como China y Rusia, con la que tenemos fronteras, debe incrementar su cooperación en seguridad.

Y también, algo que a la izquierda le cuesta asumir, subir sus presupuestos de defensa.

Querer un modelo de democracia social al amparo americano será cada día más arriesgado. Y confiar en Putin, o en el desarrollismo autoritario chino, sería suicida.