Si las entidades geopolíticas fueran personas, nadie dudaría que los Estados Unidos son unos adolescentes eternos, así como que los europeos somos unos ancianos encantadores con mucho pasado y poco futuro aparente.

Digo esto porque la manía de los estadounidenses de embarcarse en aventuras militares con gran alegría y energía para después aburrirse, cansarse y abandonar la tarea cuando más necesario es prestarle atención, se parece mucho al típico comportamiento de un adolescente inmaduro e imprevisible. Lo cual animaría a cierta comprensión y, como máximo, un fruncimiento de cejas, si no estuvieran en juego, como en el caso de una guerra, la vida y el destino de miles de personas o incluso de naciones enteras. Me refiero, por supuesto, a lo que estamos viviendo en Afganistán, con el comportamiento irresponsable de los dos últimos presidentes americanos, pero podría referirme igualmente a otros conflictos que demuestran que lo de ahora no se trata de una conducta aislada, sino más bien de un patrón de comportamiento asentado con el tiempo: véase el entusiasmo inicial y el fiasco final en Corea, Vietnam, Líbano, Somalia, Irak, Libia, y ahora Afganistán.

En muchos campos, y ha contribuido de forma notable a la estabilidad y el progreso del mundo desde la Segunda Guerra Mundial, pero en cuestión de conflictos regionales solo había tenido éxito en dos aventuras, ambas con el apoyo y en concierto con la OTAN: evitar el genocidio en Kosovo bombardeando Serbia, y expulsar y manteniendo a raya durante dos décadas a los terroristas talibanes que habían amparado y propiciado el mayor ataque en suelo norteamericano, hasta que se cansó.

el comportamiento americano, ha sido tan prepotente y estúpido como el de los blancos ricachones que pasan sus vacaciones en The White Lotus, un hotel hawaiano cuyo nombre sirve de título para la serie más divertida y corrosiva de este verano. En sus seis episodios, los blancos ricos se las apañan para joder a lo grande la vida del personal del hotel, que en su mayor parte no son blancos, y en ningún caso son ricos. Lo más genuino de la trama es cómo los verdugos se comportan con las víctimas y también entre ellos: entre ellos se abrazan y se perdonan, a las víctimas las abrazan en un primer momento (todos los americanos son increíblemente afables cuando los conoces) y no tienen empacho en dejarlas tiradas cuando sus intereses van por otro camino, lo que sucede la mayor parte de las veces.

A la guerra de Afganistán lo hizo sin consultar con sus aliados de la OTAN, entre ellos España, pero no solo España. Nadie discute el derecho legítimo de Estados Unidos a cambiar de opinión en relación a construir una nación democrática en un país tan atrasado como Afganistán, pero ese cambio de orientación debería haberse hecho consultando previamente con aquellos que se comprometieron sin dudarlo respondiendo con lealtad a la cláusula de defensa mutua de la OTAN. Trump se comportó como Trump, pactando por su cuenta una paz con los talibanes, traicionando al Gobierno afgano que los estadounidenses amparaban y despreciando a los aliados que le habían apoyado en su aventura afgana tras el ataque terrorista a las Torres Gemelas. Lo que nadie había previsto era que un presidente tan aparentemente sensato y experimentado como Joe Biden siguiera impasible la infame agenda de Trump, cuando tenía la excusa perfecta, por el flagrante incumplimiento previo de los pactos por parte de los talibanes, para reconducir la situación en términos más razonables. Trump tenía al menos la excusa de necesitar llegar a las elecciones con las tropas en casa, o a punto. Biden no ha tenido ninguna porque podría y debería haber esperado lo que hiciera falta para concluir el trabajo de veinte años de una forma más digna y sin perjudicar a tanta gente inocente.

Están tratando de hacer olvidar ahora a los norteamericanos, y al mundo en general, para justificar su incompetencia, es que la situación en Afganistán estaba ya básicamente reconducida hace años. Con solo 2.500 soldados estacionados mayormente en el refugio seguro de la Zona Verde de Kabul y con un contingente similar de soldados de la OTAN de apoyo, la labor del Ejército norteamericano con sus aliados se limitaba a dar soporte logístico, entrenamiento y asesoramiento al Ejército afgano, creado a su imagen y semejanza, y dar apoyo aéreo, con drones sobre todo, a sus misiones de combate.

Miente descaradamente Joe Biden al decir que los afganos no querían defender su país. Desde 2015, los muertos afganos en combate han sido más de 40.000, cuando las bajas mortales norteamericanas cada año desde entonces son más propias de una tasa moderada de accidentes laborales que de una guerra que se libra sin cuartel contra un feroz enemigo. En concreto, trece muertos estadounidenses el pasado año.

Si Estados Unidos no es capaz de asumir una docena de muertos al año en una misión de alto riesgo, justificada para prevenir un ataque terrorista en su país, en un Ejército profesional de casi dos millones de soldados, más vale que se replieguen definitivamente de los 170 países en los que están presentes exclusivamente para reafirmar un liderazgo mundial ahora fuertemente cuestionado.

Estos días, como que es imposible crear una nación democrática sobre los escombros de una guerra y en un país fuertemente atrasado. Ahí están los ejemplos de la Alemania, Japón, Corea del Sur, Bosnia-Herzegovina o Kosovo para desmentir categóricamente esa afirmación. Incluso desde Irak llegan cada día señales más positivas acerca de un futuro más democrático.

El hecho de que a veces sea muy complicado, o incluso imposible, no significa que no merezca la pena intentarlo. Estados Unidos sigue teniendo 70.000 tropas estacionadas en Europa, básicamente en Alemania, teóricamente para defenderla de un enemigo que desapareció hace nada menos que treinta años.

Si se puede mantener un ejército de 70.000 soldados para prevenir una guerra muy improbable, ¿por qué no se pueden mantener 2.500 para evitar que un país democrático caiga en poder de una organización terrorista y un puñado de traficantes de opio?