Se puede teletrabajar en vacaciones, pero no se puede televacacionar. Tan es así que me veo obligado a ‘inventar’ esta palabra. Preferiría decir ‘televagar’ o ‘televacar’ porque del latín ‘vacare’ vienen ‘vagar’ (tener tiempo y lugar suficiente o necesario para hacer algo) y también ‘vacar’ (cesar por algún tiempo en sus habituales negocios, estudios o trabajo). Diría que vagar es la abuela y vacar la madre de la vacación (el descanso temporal de una actividad habitual, principalmente del trabajo remunerado o de los estudios). En el español de América la vacación la alargan y hacen verbo en ‘vacacionar’.

‘Televacacionar’, siendo palabra larga y fea como gigante de feria, se entiende mejor para lo que hacemos, mejor dicho, para lo que no se puede hacer y de lo que trata esta columna.

Durante el teletrabajo no faltaron empresarios que hablaron de quienes se habían «tomado televacaciones» en su trabajo durante el encierro y los peores meses de la pandemia. Seguramente son los mismos que propician que sus empleados teletrabajen en vacaciones este verano.

Con un ordenador te puedes conectar a la oficina para hacer una gestión desde la playa, pero no te puedes bañar en el mar si te conectas con una playa desde el ordenador de la oficina, al menos hasta que no mejore exponencialmente lo que hoy llamamos realidad virtual, un oxímoron aceptado. De comer una paella en el chiringuito ni hablamos, aunque se haya consolidado que los chiringuitos te lleven la comida a casa.

—Con dos de arena, por favor.

Lo demás es fantasía y consuelo: Hawai, Bombay, son dos paraísos que cuando te los montas en tu piso son otro cantar, para colmo de Mecano, pero no unas vacaciones de verdad.

En las vacaciones todo es engaño. Hablamos de ellas en plural cuando son de lo más singular del año y sin embargo hablamos en singular del trabajo que nos ocupa once meses. Pero el engaño tiene un límite. Las vacaciones turísticas son cada vez más cortas, pero ahí siguen, presenciales o nada.