Cuando analizamos fríamente la energía que necesitamos, la capacidad que tenemos para producirla, el desorbitado precio de la luz en España y el gravísimo problema de las emisiones de CO2, uno se pregunta por qué estamos renunciando a las nucleares.

Para plantearnos esta cuestión hemos de ser capaces de superar ciertos tabús que han derivado en un miedo exagerado a lo nuclear. El símbolo que todavía algunos recordamos es aquella pegatina (pacifista y ecologista) de finales de la década de los 70 con un sol sonriente y el lema «¿Nucleares? No, gracias». En el imaginario se contraponía el mundo atómico de la guerra fría con la promesa solar como fuente segura, pacífica e inagotable de energía. El remate fueron tres accidentes nucleares: Harrisburg (1979), Chernobyl (1986) y Fukushima (2011).

Pero han sido casos realmente excepcionales. El primero fue debido a un error humano que no se ha vuelto a repetir en Occidente porque obligó a muchos cambios. El segundo, a la combinación de un mal diseño del reactor, a la falta de un recinto de contención, y a una cadena de despropósitos en el marco de un régimen soviético en descomposición, sin agencia de seguridad independiente. Finalmente, Fukushima nada tiene que ver con lo anterior. La central japonesa se construyó en una zona sísmica y hubo un tsunami. Pero el material radioactivo no salió al exterior porque había vasija y se activaron todos los protocolos. Junto a estos tres graves accidentes, hay en la actualidad 442 centrales nucleares que funcionan correctamente y suministran el 11% de la energía mundial.

En España, la nuclear representa casi una cuarta parte de la energía que consumimos. Es barata y no emite CO2. A veces en televisión cuando se habla del calentamiento global aparecen imágenes de las torres de refrigeración de las nucleares cuando, en realidad, solo liberan vapor de agua y no contaminan. Según el panel sobre cambio climático (IPCC), el nivel de sus emisiones, teniendo en cuenta todo el ciclo de vida, es tan bajo como la energía eólica y menor que la fotovoltaica o la hidroeléctrica. Y, sin embargo, las nucleares siguen socialmente denostadas y se ha establecido un consenso para su paulatino cierre cuando las contaminantes son las centrales de carbón, gas natural o fuel-oil, que además hacen que el precio de la luz se multiplique.

En el primer semestre de este año se ha logrado que la mitad de la energía consumida en nuestro país sea de origen renovable, lo cual está muy bien. Pero todo tiene sus límites y necesitamos energía que no emita CO2 para cubrir la demanda sin pagarla a precio de oro. La nuclear es sin duda una aliada en una lucha contra el cambio climático, y es absurdo que vayamos cerrando centrales cuando deberíamos construir nuevas. A sus residuos no hay que tenerles tanto miedo porque ni se producen en grandes cantidades y además se almacenan con absoluta seguridad. Y en el horizonte hay las centrales de cuarta generación, sin residuos. Así pues, ¿Nucleares? Sí, gracias.