Tener un alcalde al que no conocen ni en su casa a la hora de comer es una bendición, créanme. Que Murcia o Cartagena no se definan por sus políticos, o que la mayor polémica a la que se enfrentan sus representantes públicos sea que no defienden a sus pedanías o que gastan demasiado en su imagen, es gloria bendita si vemos a qué jugamos en otros lares de España.

Ada Colau es un personaje que se ha ganado a pulso el repudio político que suscita en cualquiera que tenga aprecio a su dignidad propia. No se puede ser el niño en el bautizo, la novia en la boda, el muerto en el funeral, el okupa en el desahucio y la llorona en el discurso sin aceptar que hay españoles que preferimos que vuelva al anonimato y facilite que la segunda metrópolis de la nación deje de parecerse a Ciudad Juárez y sea por fin algo así como una urbe europea en la que la gente puede salir a la calle sin tener la casi garantía de ser atracado por una amable banda callejera con perspectiva de género.

A la alcaldesa de Barcelona le abuchearon hace unos días, pero no lo hicieron los constitucionalistas como usted y como yo que asistimos con profunda vergüenza a la degeneración de la ciudad condal, ese lugar que hace veinte años era el sueño de cualquiera que quisiera prosperar hacia un futuro moderno y cosmopolita. Le insultaron los suyos, los indepes de bien, esos a los que les ruega que por favor le perdonen por existir pero a los que, Valls mediante, les quitó la alcaldía para que además de independentismo ahora tengamos también vandalismo.

La señora alcaldesa, que en sus tiempos de activista paseaba por las calles vestida de Ruiz Mateos con su capa de súper heroína, se tiene que conformar ahora con ser una nadie abucheada cualquiera

La señora alcaldesa, que en sus tiempos de activista paseaba por las calles vestida de Ruiz Mateos con su capa de súper heroína, se tiene que conformar ahora con ser una nadie abucheada cualquiera. Ella, que defendía que a los políticos nacionales lo menos que podían hacerles era gritar en la puerta de su casa con sus hijos pequeños dentro, que algo habrán hecho si tienen padres así; ahora es tan pusilánime que ni siquiera es capaz de aguantar un par de pitidos sin echarse a llorar en plaza pública.

Cuando uno juega a ser el héroe de la representación popular, y que los políticos tienen algo así como una especie de pecado original por el que deben confesarse a diario y sufrir todos los males colindantes a su condición, no puede permitirse montar un drama porque han hecho con ella la mitad de un cuarto de lo que le harían a cualquiera con un historial de gestión tan deleznable como el suyo.

Desconozco si Ada Colau es buena o mala persona, y la verdad es que me da igual. Pero lo que no se puede ser en esta vida, y mucho menos si uno decide ser político de los que entran en política para amargarle la vida al prójimo, es un representante público con la piel tan fina como para echarse a llorar porque un traidor al que ha traicionado le ha llamado traidora.

Y todo esto, con Barcelona de fondo. Así que, querido murciano, alégrese de no saber aún cómo se llama su alcalde, ese al que pusieron después de quitar a Ballesta. Para que sea como Colau, mejor que no exista.