A la Luna no llegué en el Apolo 11 y mira que me hubiera gustado protagonizar ese pequeño paso para el hombre y un gran salto para la humanidad, pero tal honor le tocó a Armstrong. Tampoco estaba en Berlín cuando cayó el Muro, ni menos mal que en Nueva York al desplomarse las Torres, pero sí en Siracusa el 11 de agosto cuando la ciudad siciliana alcanzó la mayor temperatura jamás registrada en Europa: 48,8 grados. Así que puedo decir que he hecho historia, eso sí, a riesgo de morir abrasada por «Lucifero», el anticiclón subtropical africano que este verano tiene literalmente en llamas a la isla italiana.

«¿A Sicilia en agosto con el calor que hace? ¡Estás loca!?», me advirtieron en repetidas ocasiones y ni caso: esas eran las únicas fechas en las que podía viajar y, además, una murciana jamás le teme a un termómetro ni a que el mercurio suba o baje. O eso pensaba hasta que sufrí en mis propias carnes las inhumanas temperaturas sicilianas.

No lo sé, porque nunca he estado, pero me han contado que a quince bajo cero se siente el mismo frío que a veinticuatro. ¿Y +48.8 es igual que +42? Rotundamente no y doy fe, porque he estado, que a esa temperatura una se siente en el mismísimo averno en su acepción de castigo eterno por mucho que lo que me rodee sean mis queridos amigos colombianos a los que hace dos años no veo y la bellísima Ortigia y sus antiquísimos y elegantes ‘palazzi’.

La calima tiene los campos polvorientos y desenfocados. Estamos en alerta roja por riesgo de altísimas temperaturas y lo más conveniente es quedarse en casa, pero decidimos salir de excursión y conducir sin rumbo fijo entre matorrales y olivares. Y entre tanta sequedad, de repente el Mediterráneo, una marina y un apetecible restaurante. Solo a un italiano se le puede ocurrir colocar en verano unas señoriales sillas con asiento de skay blanco y a nosotros, sentarnos a comer en este lugar sin ventilador ni aire acondicionado. Los ‘calamari fritti’, deliciosos; la pasta con gambas y ‘botarga’, inmejorable, pero no hay palabras para describir el calor que estoy pasando. ¡Qué espanto! Los señores de la mesa de al lado devoran un enorme pescado al horno mientras sudan como condenados, pero no se quejan, tampoco los camareros, parecen acostumbrados. Y yo sin mi abanico que anoche en un acto de bondad infinita regalé a Laura y con los pies hinchados, el culo pegado al asiento, los mofletes de Heidi y el pelo, chorreando. Vaya cuadro.

He pasado calor en Murcia, en Córdoba, en Colombia, en la India y hasta en África, pero esto de hoy en Siracusa es algo del otro mundo, ¿o estaré exagerando? El aire acondicionado del coche me salva del desmayo, aunque el trayecto en el bus y con mascarilla hasta el aeropuerto de Catania me devuelve sudores y sofocos menopáusicos.

Antes de embarcar a Madrid recibo un mensaje: «Hoy, 11 de agosto, Siracusa ha alcanzado la mayor temperatura jamás registrada en Europa». Y yo aquí, en vez de estar de vacaciones en Groenlandia. Los 48.8 grados alcanzados ya son noticia mundial, pero les cuento que el primer día que llegué a la ciudad donde nació Arquímedes y se consigue el mejor ‘granita de pistacchio’, nos fuimos a una playa bien bonita y apartada donde la arena ardía y las sombrillas volaban por el viento sahariano. Allí sentí mucho más calor, tanto que me comí el bocata en el agua, pero por lo que se ve esos 50 grados que seguro hacían no han quedado registrados en ningún lado.