Leí la semana pasada que un grupo de antivacunas, negacionistas, frikis o personas con distintas capacidades intelectuales (llámenlos como quieran) intentaron asaltar la BBC para protestar por la cobertura que estaban haciendo del pasaporte covid. Lo gracioso es que se fueron a las instalaciones de White City, de donde la BBC se fue hace más de ocho años. Lo hicieron después de advertir anteriormente que ocuparían un edificio clave de la capital británica. O sea, que tiempo hubo para que al menos uno de ellos buscara la ubicación en Google Maps.

Uno no sabe cómo reaccionar ante este movimiento. Tiene un punto fascinante. Desde la superioridad moral en la que nos creemos que estamos en los países desarrollados (risa floja) podríamos pensar que estas cosas deberían pasar solo en territorios pobres, donde la población tiene escaso acceso a una educación de calidad, no como en nuestro mundo (risa más fuerte). Pero resulta que no. El rechazo a la ciencia alcanza cotas muy preocupantes en países ‘top’ como Estados Unidos, Alemania, Francia y Reino Unido. 

En España también tenemos nuestra ración. Y en la Región. Poco antes de coger vacaciones tuve que cubrir una concentración contra la vacunación contra la covid a menores frente a la consejería de Educación. El mejunje era asombroso. Había miembros de una asociación ultraconservadora, otros de una plataforma de madres estresadísimas por el futuro de sus hijos (aseguraban ser «más de 800 en un grupo de Telegram») y otros tantos que decían ser defensores de no sé qué derechos (del niño, seguro que no). 

Una vez más, ni el periodista ni el fotógrafo fueron bien recibidos. Vaya por Dios. «Nos vas a llamar antivacunas», se quejó uno de los que gritaban en contra de la vacunación infantil. «Los niños tienen un sistema inmunológico muy fuerte, no las necesitan», afirmaba una señora que me pedía que contara la «verdad absoluta». Entiendo que a esa verdad no se llega a través de la ciencia, así que pensé seriamente en hablar con Carlos Jesús, el vidente que se hizo famoso a finales de los noventa y que avisaba de que «al mundo vendrán, dentro de poco, 13 millones de naves de alguna confederación intergaláctica, de Ganímedes, de Constelación Orión, de Raticulín, de Alfa, de Beta...».

Mientras uno de los portavoces hablaba conmigo, un hombre se acercó para exigirme que les pasara esa misma tarde el texto que iba a publicar al día siguiente. Decía que tenían el «derecho constitucional» a corregir lo que quisieran. Y todo bajo el sol de agosto.

La consejera de Educación, que no parece haberse puesto el ‘chís’, canceló la reunión con esta gente al enterarse del «circo que habían montado». De los horrores, le faltó decir.