"Eres tontísimo, Fafi", no dejaba de repetir el otro día dando vueltas por mi casa. «Estamos literalmente a 4 de agosto y tú pensando que el verano se acaba». Es curioso porque, en realidad, y en contra de lo que la gente suele creer, soy una persona bastante optimista. Si a veces veo el vaso medio vacío es solo porque me va a tocar pagar el siguiente.

Suelo tender a pensar en que las cosas cambiarán a mejor tarde o temprano. Que encontraremos el camino. Que la vida simplemente sucederá y en algún momento el mercado inmobiliario se regulará, se irá a tomar por el culo o que nuestra generación conseguirá mejores sueldos. Porque esto es insostenible, así que o caerá o mejorará. Pero no me preocupa.

Cambiará. El dolor pasa, las resacas acaban, todos los hijos de puta del mundo se acaban muriendo, igual que los santos, y eso es simple y llanamente realismo. El karma no existe, a Dios gracias, y ni falta que hace, solo nos faltaba con tener que lidiar con fuerzas sobrenaturales; ya bastante tenemos con lidiar los unos con los otros.

«Así que», me digo, «céntrate Francisco, estamos a 4 de agosto y queda un cojón y medio de verano. Queda la parte más jugosa, de hecho». Pero no consigo desprenderme de esa sensación, así que, mira, me piro al chiringo y me pido una marinera y una caña.

Levanto el vaso, ya casi vacío y lo miro al trasluz. No está medio lleno, está casi vacío, y eso es una puta verdad como un templo y no tiene nada que ver con el pesimismo ni el optimismo. Me encojo de hombros mentalmente y lo apuro de un trago pensando que igual lo realmente importante es que te quede pasta para pedir otro.