Según cuentan las crónicas, en ese emplazamiento hubo molinos desde tiempos muy remotos. Y es lógico. Si hay algo que caracteriza a todas las civilizaciones que han pasado por esta tierra es la presencia de artefactos de todo tipo para obtener harina, y también para limpiar el arroz. También se han documentado almazaras para aceite y lagares para vino, tres elementos básicos de la gastronomía más esencial. La importancia económica de los molinos queda reflejada en que en casi todas las ciudades, villas, lugares y poblados de relevancia de la Región hubo al menos uno.

Los molinos situados en el Río Segura inmediatos a la ciudad experimentaron diferentes modificaciones a lo largo de los siglos, pero apenas cambiaron su finalidad hasta el XIX, en que se destinaron a la obtención del pimiento molido. Se dice que a los que trabajaban en esto último se les llamaba ‘los coloraos’ por verse impregnada su piel de ese color.

Algunas de las grandes familias de la ciudad eran propietarias de las piedras que trabajaban en esos molinos. También lo eran algunos miembros destacados del clero y los conventos más importantes. Se sabe que era frecuente que el Concejo de Cartagena solía enviar a moler su trigo a los molinos huertanos, cuando los suyos no podían trabajar por falta de viento.

De los cerca de treinta molinos que llegaron a funcionar en la huerta de Murcia, solo se conservan unos pocos, la mayoría en estado de ruina. 

Un molino forma parte esencial de la historia del lugar donde se construyó. No es solo un montón de piedras abandonadas. ¡A cuidarlo!