Tengo siempre a mano un ejemplar de Ana Karenina, por si acaso. Si viviera en EE UU, además de la novela de Tolstoi, dispondría también de un revólver. No para usarlo, contra los demás, se entiende, sino para colocarlo en mi sien llegada la hora. Creo saber perfectamente cuándo es el momento de releer Ana Karenina y cuándo el de volarse la cabeza. Me pregunto si hay tallas de revólveres como hay tallas de camisetas. Me pregunto también cómo sería un mundo en el que los libros se vendieran por tallas.

—Deme una novela de la talla 44.

De hecho, existen innumerables versiones de grandes novelas adaptadas para niños y adolescentes. Hay Quijotes para todas las edades a partir de los tres años, me parece.

Tallas.

—Deme una Ana Karenina para un chico de 14 años.

—¿Cuánto pesa el chaval?

—60 kilos, más o menos.

—¿En tapa dura o de bolsillo?

Etcétera.

De pequeño coleccionaba revólveres de juguete. Todos sus tambores servían para seis balas que en realidad eran seis pistones que imitaban el ruido de un disparo. Me pasaba el día jugando a la ruleta rusa y perdí la vida en varias ocasiones. Todas aquellas muertes imaginarias, se me ocurre ahora, constituyeron una forma de entrenamiento para cuando pasara del juguete al arma de verdad. Sólo que, en vez de pasar al arma de verdad, me pasé a las novelas. Entraba desesperado en las librerías y me bastaba leer la solapa de un libro para saber si me caería o no me caería como un guante. Me caían bien los libros que me venían grandes, libros del tipo Crimen y castigo o El Proceso o Las uvas de la ira. Me maté leyendo novelas para adultos. Me gustaban porque no las entendía, como no entiendo la maquinaria de un revólver. Había cosas que sí entendía, claro, pero yo buscaba las que no entendía porque nací enfermo y en esas sigo.

Siempre tengo a mano un ejemplar de Ana Karenina, por si acaso, y una caja de ansiolíticos, por si acaso también. Juego a la ruleta rusa con la novela y leo a muerte los prospectos del Lorazepam.