Tengo la biblioteca partida en dos, una mitad en nuestro piso de Barcelona, la otra en Águilas, en el piso de veraneo de mis padres. Volver a Águilas es recuperar la mitad olvidada de mi biblioteca, tan diferente de la otra. En Barcelona hay libros de historia, ensayos de política, tratados de libertad de expresión, biografías, filosofía, psicoanálisis, pocas novelas. En Águilas todo lo contrario: narrativa española y universal, poesía y teatro. Durante los últimos años, en Barcelona, he creado una biblioteca desprovista de lírica y he dejado de escribir novelas, enfangado en el articulismo y el ensayo, dedicando la atención que antes ponía en las fantasías propias y de otros a la burocracia sin música del presente. Algunos amigos me apremian a que vuelva a lo otro pero no conozco los senderos. Así que agarro algunos libros al azar.

Empiezan a llover de entre las páginas entradas de cine con las letras borradas por el calor, de conciertos prepandémicos, el folleto de una exposición de Escher en Madrid, otro de una muestra de fotografía aficionada de mi pueblo, panfletos de publicidad de maestros africanos que te sacan el demonio del cuerpo y te ponen espíritus buenos para dinero, amor y mal de ojo, fajas prometiendo que el libro en el que se extraviaron iba a cambiar la literatura universal, billetes de tren de viajes en los que anduve leyendo y no mirando el móvil, el boleto de una rifa que no comprobé en 2004, notas con apuntes incomprensibles y dibujos, pétalos secos, marcapáginas de librerías que ya no existen, cartas manuscritas de gente a la que no recuerdo, la polaroid de una antigua amante, una nota que me dejó mi madre diciendo que iba a volver.

Como fósiles brotados de la tierra caen de los libros las cosas del pasado y desfilan también las glosas escritas a bolígrafo y a lápiz, confusas como jeroglíficos, entusiasmadas, y las partes subrayadas que en su momento me causaron impresión y ahora me parecen superfluas, frías, como escenas eróticas aisladas de su contexto propicio, encerradas en oficinas grises, separadas del cuerpo y del amor.

Todas esas notas escritas en los márgenes, como las que encuentro en Notas en los puños de Bulgákov, son los testimonios de un lector que disfrutaba en su lectura, de alguien que esperaba capturar en la memoria fragmentos que se perdieron con el recuerdo de la comida de aquel día y marcharon por el sumidero del olvido. No me cuesta imaginarme a mí mismo sentado en asientos de metro, tumbado en la cama, tirado por el suelo con una flexibilidad de faquir producto de la concentración, marcando todas esas frases, un poco furiosamente, como si en el fondo intuyera que todo esto se iba a olvidar.

Sirven ahora como postas en un camino a ninguna parte cubierto por la maleza. Donde uno dejó ingenuas migas de pan para asegurarse el retorno, ahora están las egagrópilas de los búhos de la memoria. Me doy cuenta así, hojeando y ojeando, de que no hay vuelta de hoja posible porque ni siquiera hay recuerdo de las hojas. Si leyera otra vez cualquiera de estas novelas serían otras porque yo soy otro, igual que será otro mi hijo cuando sepa leer y se esconda aquí para saber quién ha sido su padre.