Vivir casi tocando el cielo en el último piso de los nueve era un regalo: tan solo unos pocos escalones hacía arriba me separaban de la casa de la portera Maruja y sus cremosas croquetas de jamón que preparaba con mucha cebolla y grandes dosis de amor y que muchas frías noches de invierno devoré al calor de la chimenea que, aunque tiraba más mal que bien y que alguna que otra vez nos ahumaba el salón y las gargantas, era la envidia del resto de mortales que habitaban el edificio del centro de la ciudad donde viví feliz parte de mi infancia.

Orientada al norte, la pequeña habitación decorada de rosa y repleta de libros que compartía con una de mis hermanas era un horno en verano y una nevera en invierno, así que pueden imaginarme de noviembre a marzo al calor de los troncos de oliveras que nos traían de Beniaján para estudiar, escribir, leer, ver la tele y beber té moruno con mucha azúcar y más hierbabuena. También para jugar con mi padre interminables partidas de backgammon.

«Toya, busca el mantel de flores azules que compramos en Portugal», me pidió mi madre el otro día a la hora de comer y al abrir el enorme y antiquísimo armario de palosanto y doble hoja que ocupa una de las paredes de su comedor, encontré el viejo backgammon. Click derecha, clik izquierda y abro el maletín de ante marrón, cómoda asa para transportarlo y esquinas de cuero oscuro rematadas con pequeñas puntadas blancas: los cuatro dados están, también las treinta fichas, pero no recuerdo cómo colocarlas sobre el tablero de veinticuatro estrechos triángulos de colores alternantes y agrupados en cuatro cuadrantes.

¡San Google, ayúdame, por lo que más valga!: dos en el punto 24, cinco en el 13, tres en el 8 y cinco en el 6. Paso media tarde consultando tutoriales y cuando por fin sé cómo jugar, me atrevo a retar a mi padre.

Nos sentamos frente a frente en la mesa de mármol de vetas doradas y robustas patas de madera que ha acompañado a mis padres de casa en casa. Es la primera vez que lo hago para enfrentarnos de nuevo a este juego que inventaron en Mesopotamia hace 5.000 años desde que me fuera a estudiar a Madrid con dieciocho años. Estoy nerviosa y emocionada a partes iguales. Lanzamos uno de nuestros dados: empiezo yo la partida, he obtenido el valor más elevado, pero es mi padre el primero que consigue sacar todas las fichas del tablero y gana: sabe concentrarse, tiene mucha paciencia, una memoria de elefante que le hace recordar cada movimiento y de estrategia sabe un rato.

Otra partida, vuelve a ganarme y así hasta el final de la tarde que vuela entre recuerdos, risas y jugadas. Chimenea no hay, fuera todo arde a más de cuarenta grados, pero las ganas de estar juntos son las mismas que cuando papá tenía más pelo, su barba no era blanca y yo todavía andaba por el mundo vestida de colegiala.

Si pueden, dediquen más tiempo a sus mayores: salgan juntos a comer, vayan al cine, a un concierto, caminen, conversen, viajen y, por qué no, jueguen una partida de backgammon. La vejez es más llevadera si nos sentimos queridos y acompañados.