Una noche, tomando una cerveza tras la presentación del libro de un amigo común, un Catedrático de Universidad me contó que hubo un tiempo en el que soñó con ser torero. «A pesar de que acababa de empezar a estudiar Medicina, mi sueño era tomar un día la alternativa. Me preparaba duro para ello y cada minuto libre lo dedicaba a hacer ejercicios de movilidad de cintura. En aquellos años, un torero de mi pueblo se ganaba la vida toreando para guiris en la Monumental de La Manga (a aquella plaza portátil le llamábamos la Monumental porque la grada estaba llena de suecas). Un domingo, me vistió de luces y me pidió que le acompañara. A pesar de todos mis entrenamientos, aquella era la primera vez que me plantaba ante una vaca de verdad. Así que con porte torero extendí el capote y con cierta chulería la incité a embestir. ¡Hey toro! De lo que nadie me advirtió fue que aquella vaca llevaba ya más corridas que la Lupe y que el torero no debía de dejar de moverse ante ella. Así que al segundo ¡Hey toro!, el bicho arrancó y, obviando el capote, se lanzó directo hacia mí… El impacto fue tan brutal que pensé que me había partido en dos. Quedé tendido en el suelo, maltrecho, con la montera a un lado y el capote al otro, y con la vaca a solo unos metros de mí, apuntándome con los cuernos y mirándome con unos ojos que no olvidaré en la vida; dispuesta a rematarme. Pero fue en ese momento cuando llegó lo peor. Los suecos que abarrotaban la plaza, riendo a carcajadas, se pusieron en pie y, como si estuvieran presenciando un espectáculo de gladiadores en un circo romano, comenzaron a vociferar y a extender el brazo al frente colocando el pulgar hacia abajo: pedían a la vaca que acabara de una vez conmigo. Con los gritos de los vikingos atronando en mi cerebro y sin perder de vista al animal, me arrastré de espaldas por la arena hasta alcanzar la barrera… Entonces escuché un ¡ooooh! colectivo de decepción. No me quedaron fuerzas ni para hacerle un corte de mangas al tendido. Ese día supe que los libros eran lo mío».