Andaban días atrás algunos/as jóvenes poetas enzarzados en las redes en discusiones sobre —entre otras cosas, y resumiéndolo mucho— la importancia de los premios en el panorama literario actual, a cuenta de un artículo publicado en una revista digital. Sanas discusiones, pero pelín forzadas, creo: no me parece que nada sea esencialmente distinto de lo que conocí con su edad, salvo las redes mismas, claro, que aportan sólo difusión —pero no hondura— a la buena y a la mala poesía por igual. Y los premios eran y siguen siendo una forma de conseguir publicar y/o algo de dinero, pero también un eficaz instrumento de división entre ellos.

Algunos/as critican que los de mayor prestigio literario y dotación económica están casi siempre dados de antemano a un/a autor/a ‘de la casa’, lo cual admiten en los convocados por marcas o editoriales, pero no les parece bien en los convocados por organismos públicos (Ayuntamientos, Diputaciones) sin la transparencia o igualdad de oportunidades que marca la ley, ni que al final los ganadores de estos coincidan con los de aquellos. Se preguntan si de verdad le sobran a la Diputación o Ayuntamiento esos miles de euros del premio, más lo que les facture la editorial por la edición del libro, más los viajes, cenas, estancias y honorarios del jurado; o si marca la ley que esas cantidades sean públicas; o si se deberían convocar concursos públicos de adjudicación para la edición de esos premios, y otorgar el contrato a la mejor oferta.

Y otros/as piensan que muchos de quienes expresan tales opiniones, siempre en voz más o menos baja, como en sordina (no vayan a tener demasiado eco y/o ser oídas donde o por quien no conviene) en realidad están deseosos/as de entrar en el jugoso círculo que denunciaban e ir ganando uno tras otro los premios publicados por tal o cual editorial importante, embolsándose cada cuatro o cinco años los correspondientes diez a veinte mil euros y entrando a formar parte del escogido grupo de participantes en el cada vez más reducido circuito de festivales, recitales, presentaciones, etc.

Lo bueno —o no tan bueno, si no directamente malo— del asunto, es que tanto unos como otros tienen su parte de razón. El panorama que he esbozado antes coincide casi al cien por cien con la realidad, pero ya era más o menos el mismo cuando yo tenía su edad de ahora: había amigos/as, enemigos/as —en diversos grados ambos— y janos bifrontes (que eran lo uno o lo otro dependiendo del lugar, la hora y el interlocutor), interesados/as, egoístas, taimados/as, medradores/as, arribistas, traidores/as y un larguísimo etcétera de adjetivos más allá de los —entonces y ahora— simples y suficientes buenos/as o malos/as poetas.