El sábado vi a mi amigo bailar encima de la mesa. Se encaramó de un salto inverosímil y zapateó entre tazas y copas. No recuerdo la canción que sonaba ni sé qué pudo impulsar a sus piernas sin el menor cálculo sobre la dificultad de la proeza. En ese instante lo observamos con la misma naturalidad con la que hubiéramos visto revolotear un pájaro, como si esa fuera una de las posibilidades de la sobremesa. Mi amigo convertido de repente en cosaco.

Conozco a mi amigo desde hace treinta años. Nos unió casualmente La Opinión, como gran parte de lo mejor que me ha pasado en la vida. Sé que cuando pasen otros treinta rememoraremos su mágico salto, aunque para entonces hará falta algo más que magia para repetirlo. Es una tontería, pero a estas alturas de la vida uno hace ya las cuentas de todo para rescatar del naufragio las cosas que nos salvan. Y la amistad es una de ellas, algunos dicen que la mejor. Quizá porque solo existe cuando se vive y porque tiene la rara cualidad de sostenerse tanto en el instante presente como en la memoria. La amistad es algo que nos pasa y es pasar juntos las etapas de la vida. Aprendemos de ella cuando ocurre: el amigo se presenta como una disposición a correr la misma suerte y una promesa de que cualquier desdicha tendrá fin. Porque la amistad convierte la vida en confianza, con el punto de locura de que todo es posible, hasta lo más extraño, como que una tarde de verano tu amigo se convierta en un cosaco con alas en los talones.

En mi caso la amistad es un regalo, un deseo cumplido desde que leí en la adolescencia unos versos de Gabriel Celaya que podrían explicar el arrebato de mi amigo: «...y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento, ¿no es la felicidad lo que me exalta?». La felicidad era esto, vivir en aquel poema de Celaya al que siempre vuelvo cuando caigo en la estúpida tentación de sentirme mal tratado por la vida. Una felicidad sin motivo, estar juntos por lo que somos y hemos sido, el pitillo en los labios, el alma disponible, jamón, anchoas, queso, aceitunas, dos botellas de blanco, el amigo haciéndonos creer que somos dichosos, haciéndonos creer que se puede saltar a la mesa como se saltan las fogatas de la vida. Silbando.

Después de la sobremesa organizamos una excursión hasta las ruinas del castillo de Felí en lo alto del cerro. Desde la ventana un viento ardiente parecía haber calcinado el campo. Era un reto que habíamos planeado juntos. Pero mi amigo se quedó dormido. Lo dejamos solo, pero sin él no pudimos vencer la dificultad del camino, sin él no llegamos muy lejos y volvimos pronto.