Los romanos pusieron este nombre al mar que se extendía entre los territorios de sus dominios del sur de Europa y norte de África básicamente. Por eso le llamaron también Mare Nostrum (Nuestro Mar), pues en su afán imperialista consideraban suyos tierra y mar. Nunca antes ningún pueblo había sometido a tantos otros —en el momento de su máxima expansión, en el 116 d. C., bajo el emperador hispano Trajano, cuando se fundaron muchas de las grandes ciudades de la actual Europa Occidental, norte de África, Anatolia y el Levante Mediterráneo— aunque los persas y Alejandro Magno habían mostrado idéntica pulsión.

El Mediterráneo (en medio de las tierras), que había servido de medio para el intercambio comercial fenicio y en el que se desarrolla parte del periplo de Eneas, como antes el de Ulises, siguiendo parcialmente el itinerario del tesalio Jasón en su viaje en busca del vellocino de oro, es el lugar plagado de peligros y de aventuras que ha inspirado la canción española más popular del mismo título, escrita por Joan Manuel Serrat, y también ha servido de sepultura acuática a muchas gentes obligadas a salir de su lugar de nacimiento por causa de penurias o guerras que han visto truncados sus planes de un futuro mejor en la inmensidad marina de unas aguas salpicadas de bellísimas islas cuajadas de historia y leyendas, escenario de lujo para tantos mitos.

Mejor nacer en él, y, cuando la vida acabe, dar verde a los pinos y amarillo a la genista.