Los nostálgicos de una Iglesia de cristiandad, de aquella de la misa en latín y de espaldas al pueblo, de luengos rezos y severas admoniciones, andan intentando digerir el nuevo motu proprio del papa Francisco, Traditionis custodes, por el que limita y pone fecha de caducidad a la irregularidad que permitió Juan Pablo II y amplió Benedicto XVI. El primero, permitiendo que la vida de la fe del pueblo, la Lex orandi, pudiera vivirse fuera de la comunión de la Iglesia universal celebrando mediante el rito previo al Concilio Vaticano II, con la cautela de que fuera el obispo quien lo otorgara en su diócesis. Benedicto XVI fue un paso más allá y otorgó la potestad a cualquier sacerdote, de esta manera, cualquier grupúsculo que no aceptara el Vaticano II podía seguir celebrando sus ritos y permanecer dentro de la Iglesia católica.

El Papa pone fin a esta irregularidad volviendo a atribuir la potestad al obispo, signo visible de la unidad de la Iglesia local. Pero, lo más importante, es que obliga al obispo a asegurarse de que quienes soliciten celebrar según el rito preconciliar no lo hacen contra el Vaticano II, por eso deberá «comprobar que estos grupos no excluyan la validez y la legitimidad de la reforma litúrgica, de los dictados del Concilio Vaticano II y del Magisterio de los Sumos Pontífices».

Esto implica que no pueden ser grupúsculos cismáticos que añoran un mundo que solo existe en sus febriles mentes. Para conseguir erradicar este mal eclesial, el Papa se reserva la autorización de los nuevos sacerdotes. Si bien el obispo puede designar a sacerdotes concretos para esas celebraciones, la aprobación para los neopresbíteros queda reservada a la Santa Sede. La intención clara es dejar que la biología haga su trabajo y estos grupos sectarios desaparezcan poco a poco, sin hacer ruido.

Este paso era necesario en el proceso que nos lleva a una nueva Iglesia, verdaderamente sinodal, en comunión con la tradición que nació de las primeras comunidades y en sintonía con el Evangelio. Se hacía imprescindible abrogar los permisos concedidos a los cismáticos ultramontanos para mandar la señal clara de que la Iglesia está en la línea del Concilio Vaticano II y que no hay vuelta atrás posible. Deben perder toda esperanza los que apuestan por una involución eclesial tras el conclave que deba elegir al sucesor de Francisco.

La Iglesia ha puesto rumbo definitivo a encontrarse consigo misma, abandonando formas que solo la conducen a la muerte en vida, porque somos un pueblo que camina, peregrino con el resto de la humanidad hacia un mundo de misericordia y justicia. Los que anhelan las misas de espaldas al pueblo dan la espalda, en realidad, al mundo y a Dios mismo, que quiso hacerse uno con los sufrimientos de los pobres y oprimidos.

La Iglesia ama cuanto verdaderamente es humano, pues en la profundidad de lo humano se encuentra lo divino.