Ed Caruthers se pasea por la zona de calentamiento del Estadio Universitario. A lo lejos observa a los jueces ajustando el listón a 2,22 metros. Él tenía otra idea de los Juegos de México. En su cabeza había visualizado una competición sin tantos inconvenientes. Desde el año pasado no ha tenido rival en el salto de altura y su nombre luce con cierta superioridad en todos los rankings. Pero esto son las Olimpiadas y aquí de nada sirve ser el favorito. Cualquier imprecisión puede apartarle de la victoria.

Después de tres horas de concurso solamente quedan dos saltadores junto a Caruthers en la lucha por las medallas: el soviético Valentin Gavrilov y su compatriota, el estadounidense Dick Fosbury. Él siente que le falta la chispa de otras ocasiones, como si ese espíritu suyo de las alturas se hubiese marchado a otra parte. Sabe que ha cometido un error de principiante. Calentó al inicio de la prueba y no saltó hasta pasados noventa minutos, ya con el cuerpo en pleno proceso de enfriamiento. Ha tenido que esperar a que todos esos atletas de tercera caigan descalificados en primera ronda. El Comité Olímpico debería haber evitado esta espera interminable seleccionando únicamente a los mejores. No estamos en el campeonato estatal de su querida Oklahoma ni mucho menos. 

A pesar de sus cálculos equivocados, Caruthers sigue hacia delante salvando todas las marcas que se le toca realizar. Está tropezando, eso sí, en una serie de nulos inapropiados para un deportista de sus dimensiones. El momento crucial sucede a 2,22. Demasiado para Gavrilov al que le ha faltado menos de un suspiro para no derribar el listón en su tercera tentativa. El oro, quién lo diría, será un cara a cara contra Fosbury a 2 metros y 24 centímetros sobre el suelo de la Ciudad de México.

Fosbury es un perfecto desconocido en el Estadio Universitario pero se ha convertido en la sensación de la jornada. Desde el principio de la tarde se ha montado un gran revuelo a su alrededor. Poco se sabe sobre este tipo espigado que salta hacia atrás y con la espalda arqueada en contra de lo que mandan los cánones en todo el planeta. Sin embargo, cada vez que se enfrenta a un intento los aficionados se ponen en pie y lo aclaman como a un viejo ídolo. 

Nadie se hace una idea de la cantidad de horas de estudio que hay detrás de ese estilo tan novedoso. Ni siquiera la expedición de Estados Unidos ha tenido acceso a los secretos de biomecánica que el atleta ha ido desarrollado durante su juventud. Pero el mundo no tardará en conocer que todo empezó cuando Fosbury contaba con apenas 16 años, en una competición escolar en el estado de Oregón en la que fue incapaz de superar un metro y medio. En ese instante comprendió que con la técnica tradicional del rodillo sus días como saltador de altura estaban más que contados. Así que comenzó una búsqueda por los límites de la fisionomía humana hasta dar con este ejercicio complejo que ahora concentra la atención del universo del atletismo.

Caruthers sigue a Fosbury con suma atención. Desde que lo descubrió en los Trials clasificatorios para las Olimpiadas es la primera vez que lo siente como una verdadera amenaza. Por mucho que lo analice no consigue entenderlo. Se trata, por supuesto, de un atleta con unas condiciones inferiores a las suyas. Tiene un físico enclenque, con los hombros puntiagudos y unas piernas interminables que parecen dos alambres de estaño. La diferencia, no cabe ninguna duda, está en el método. Pero para Caruthers todo eso del centro de gravedad es pura ciencia ficción. Él solamente puede pensar en que un truco de brujería está tratando de arrebatarle el oro. 

Pese a estar en las antípodas de este deporte, ambos han llegado al último intento sobre 2,24. Tanto el mundo clásico como el moderno no han sido capaces de superar esta cota en el cielo mexicano. Ya no habrá más oportunidades para ninguno. Se trata de la muerte súbita. El primero en intentarlo es Dick Fosbury. El público guarda un silencio sepulcral al tiempo que el norteamericano se concentra clavando los ojos sobre el tartán. Respira hondo con la colchoneta en el horizonte y cuando cree estar listo se lanza a la carrera siguiendo una trayectoria curva. A medida que se acerca a su destino va inclinando su cuerpo. El último paso es ligeramente más corto, casi imperceptible, y le sirve de impulso para iniciar un vuelo a espaldas del listón. Se queda, por unas milésimas de segundo, suspendido en el aire hasta que alza sus piernas y supera la marca con un margen insólito. Acaba de batir el récord olímpico y el Distrito Federal se convierte en una auténtica locura.

Mientras tanto Caruthers intenta olvidar lo que acaba de suceder por todos los medios posibles. Cuando el público consigue relajarse, él emprende su carrera y por un momento se ve a sí mismo superando los 2,24. Otro apasionante duelo a 2,26. Lo nunca visto en unos Juegos. Pero su cuerpo no se eleva lo suficiente y termina derribando el listón con el pecho. Le han faltado dos miserables centímetros para conquistar la cima del mundo. Adiós a la gran oportunidad de su vida, no podrá acompañar a Tommie Smith en lo más alto del podio en las Olimpiadas del Black Power.

Cuando logra reponerse, se levanta de la colchoneta y responde con un saludo al aplauso de consolación de los espectadores. Sabe que su papel en la historia del atletismo es la del perdedor, el otro, el tipo al que vencieron el día en que cambió el rumbo del salto de altura. La sombra de Fosbury será siempre demasiado elevada para escapar de ella.