Es digno de alabanza que los científicos se preocupen por lograr que este mundo sea mejor. Y es innegable que algunos de ellos, como Fleming o Pasteur, han logrado grandes avances frente a enfermedades; o, en otro orden de cosas, que Arquímedes, Newton, Einstein o Marie Curie han revolucionado nuestro conocimiento del mundo. Pero un neurólogo que aspire nada menos que a abolir las guerras porque su causa, según él, radica en ciertos cerebros que contagian a otros parece excesivamente optimista. Está bien el entusiasmo, siempre que no nos lleve demasiado lejos. Por ejemplo, a la ingenuidad de creer que las causas de las cosas complejas son simples.