Cada vez tengo más claro que, quien inventó el teletrabajo no tiene hijos. Aunque no hago más que recibir mensajes subliminales, en forma de anuncios o de posts en redes sociales, que hablan de las ventajas que tiene el teletrabajo, las miles de horas se pueden ahorrar en desplazamientos, y lo cómodo que es no salir de casa, o arreglarse sólo en lo que va a ser visible, yo sé de buena mano que el teletrabajo no es compatible con las vacaciones escolares. Por mucho que quedarse en pijama, o en ropa cómoda y zapatillas, pueda suponer una comodidad.

Visto así, todo parece idílico. Pero el efecto sólo perdura hasta que los niños se levantan, o cuando cierran la puerta y se van.

Conseguir aislarse para que, al otro lado de la pantalla, sólo pasen tu trabajo y tus conocimientos, y no los nervios y las interrupciones por lo que viene siendo la vida en casa de unos niños en vacaciones, es sólo para avanzados en terapias zen.

Hay una hora, las diez de la mañana, que equivalen a las doce de la noche de Cenicienta. En ese momento se acaba el cuento. Durante un rato, hasta que se espabilan y empiezan a funcionar de forma autónoma, todo lo mío se queda en el aire. Menos mal que mi costumbre de madrugar me ayuda a aprovechar algo de tiempo, y cuando se levantan, ya tengo algunas cosas hechas, y mi esquema mental, medio ordenado, y eso me ayuda a salvar la jornada.

Eso, y que hace años instauré la costumbre de tener un horari, decente y normal para ellos también en vacaciones. Por las mañanas, prácticamente nadie lo respeta, salvo yo, claro, que parezco la loca que da la hora, que parezco un reloj de cuco, recordando lo que le toca hacer a cada cual. Y sé que pasan total de mi horario y de las tareas, pero confío en que, antes o después, ese mantra les irá entrando en la mollera e irán ordenándose mentalmente.

Hay veces que cuando por fin consigo que se vayan a la playa, y los veo desde la ventana caminando toalla al hombro me dan ganas de sentarme en el sofá en vez de en mi sitio. Qué descanso. No me negarás lo cansado que es batallar cada día con lo mismo, en plan fulanito hazte la cama; mengana, ¿has desayunado ya? Por favor, recoge. Y el otro, que no me quiero ir, ¿me puedo quedar contigo, solo hoy? que fulanita es tonta porque me ha dicho pío, que mi toalla era una y me han dejado otra, que el almuerzo no lo quiero porque lo han chupado…Esas letanías a diario, junto con el teléfono o el ordenador, son un cóctel molotov.

En todos esos momentos me acuerdo del inventor del teletrabajo y me dan ganas de pedirle que venga a teletrabajar a mi casa. A ver si tiene narices. Con el teletrabajo deberían dar un bono para una cuidadora que no permitiera que se te acerquen.

Y todo esto que te cuento es a pesar de que mis hijos están bastante acostumbrados a verme con mis papeles o al teléfono en casa. Y que hemos conseguido, poco a poco, ir trazando algunas líneas de respeto a mi trabajo. Pero los niños, niños son, y no siempre se les puede tener en modo silencioso dentro de casa. Menos aún en verano.

Al menos la mayoría de gente con la que hablo tiene de fondo escenas parecidas a la mía. Lo sé porque se les oye detrás. Pero sobre todo porque ya no nos despedimos con un ‘adiós’. Ahora se dice «a ver si volvemos a lo de antes». Está claro que nos quejamos por todo