Hace cinco años mi hija decidió dar un cambio a su vida, poner tierra por medio y emigrar a Londres a perfeccionar su inglés y buscar un trabajo. El tiempo, la distancia y las circunstancias la han hecho cambiar en muchas cosas, crecer, ser autosuficiente y madurar. De los cambios en su personalidad y modo de vida me sorprende especialmente que haya pasado de ser una enamorada de la degustación de las buenas carnes, en su punto, a ser vegetariana primero y totalmente vegana en la actualidad. Evidentemente, ésta, como sus otras opciones de vida, es algo que debo y, además, quiero respetar totalmente, pero hoy deseo contaros un debate que tuvimos ayer en la mesa del desayuno, entre ella, su actual pareja y la novia de mi hijo: dos veganas y una vegetariana contra un servidor, omnívoro irredento.

Los veganos no comen miel. Soy de natural moderado y nada extremista en mis convicciones, aunque apasionado en su defensa y totalmente radical en mi cruzada anti extremista. Olga había comprado en una panadería unos dulces que creía veganos, para acompañar a las tostadas de tomate, pero leer los ingredientes es un ritual ineludible por los veganos y mira por dónde tenían miel. Yo desconocía que un producto tan natural y ecológico como la miel tampoco era admitido por la mayoría de los veganos, aduciendo que se les priva a las abejas de tener esa reserva para el invierno, cuando no hay polen, y que el ser humano explota a estos laboriosos insectos que tienen que producir más de lo normal, causándoles diversos males, estrés y hasta la muerte prematura.

Desde hace años, por conversaciones con mis amigos los hermanos José y Ginés Zamora Soto, productores de miel artesanal en el Campo de Cartagena, y por mis lecturas sobre el tema, tengo que confesar mi preocupación por la desaparición paulatina de las abejas en el mundo y por la insostenible situación que ello generaría para la propia subsistencia humana, pues no solo consumimos su dulce fluido, sino que las necesitamos para polinizar las flores de nuestros frutales y vegetales. Ya hace unos años escribí uno de mis artículos sobre el beneficio de las abejas para el ecosistema y la agricultura, sobre los peligros de su desaparición por culpa de los pesticidas y sobre la necesidad de apoyar la extracción artesanal de la miel, un producto básico en nuestra dieta desde antes de que los homínidos bajásemos de los árboles. Bueno, pues ahora resulta que las abejas, como los cerdos de las granjas y las vacas que nos dan leche, también son unos animales explotados por nuestro ciego sistema de aprovechamiento (no sé si decir ‘salvaje’ o ‘civilizado’) de los animales.

Insisto en confesarme omnívoro, pero he de reconocer que valoro la aportación de los vegetarianos y los veganos en hacernos cuestionar nuestro estilo de vida y nuestra sobre explotación insostenible de los animales. A mí también me gusta un chuletón al punto, unas costillas de cordero segureño de Josega Carrión y unos huevos camperos de los que mi madre compra a una vecina que vive en el campo; pero tampoco soy de quienes han puesto el grito en el cielo cuando el ministro Garzón dijo lo que dicen todos los médicos: que hay que reducir el consumo de carnes porque todo en exceso es malo y, además, es insostenible medioambientalmente.

Lo dice la Organización Mundial de la Salud y todos lo sabemos, por eso es tan necesaria la vuelta a la dieta mediterránea, donde los aportes nutricionales deben de venir de ese triángulo en que las verduras, frutas y cereales son la mayoría, las pastas y los lácteos el término medio y la parte menor son pescados y carnes. La dieta mediterránea nos ha mantenido sanos, corporal y mentalmente y nos ha hecho evolucionar durante miles de años, y la vuelta a ella redundaría en beneficio del ecosistema y de nuestra salud. Quienes somos omnívoros por naturaleza y también por deseo, debemos reconocer que es insostenible el actual nivel de consumo de productos animales y todo el problema que ello genera: sobre explotación de los mares, contaminación de los acuíferos, deforestación para cultivar pastos, gas metano, maltrato animal…

La búsqueda del equilibrio. Tal vez los vegetarianos y los veganos nos pueden ayudar a cuestionar nuestro actual ritmo de vida: No es sano, ni es factible que todo el mundo coma la cantidad de carne que un estadounidense, eso deberíamos tenerlo claro ya a estas alturas.

Hace unos días, miles de ciudadanos se manifestaron en Yecla contra la instalación de una macrograja de cerdos que afectaría gravemente al entorno del Monte Arabí, declarado Patrimonio Mundial por la Unesco y a las aguas del subsuelo, por los purines de 20.000 animales estabulados. Nos puede parecer exagerada la postura casi religiosa de los veganos en contra del pecado de la carne, pero todos, incluso los que comemos carnes, huevos y lácteos, deberíamos apoyar la ganadería extensiva, tradicional, trashumante y sostenible, pero no estos disparates que solo buscan el negocio de unos pocos a costa del bienestar animal, del medio ambiente, y no nos olvidemos, también a costa del pequeño ganadero.

La fragilidad del planeta es cada vez más evidente, todo está relacionado: la vida de los animales, las plantas, el bienestar del género humano, el agua disponible y las catástrofes naturales. Sin duda todos tenemos una responsabilidad y todos podemos contribuir a frenar la escalada que nos lleva al desastre.

Puede que los veganos sean unos exagerados y que repitan cuatro eslóganes y normas sin atender a casos particulares, puede incluso que no estén exentos de cierta cómoda hipocresía, pero hemos de tener en cuenta muchas de sus llamadas de atención. Lo peor, como siempre, es cuando caemos en enarbolar las banderas del blanco o negro, azules o rojos. La reacción de los comedores de carne no debe ser la de lanzarse a una guerra bajo la bandera de un nuevo reino: el de las industrias cárnicas. Tampoco los veganos y vegetarianos deberían caer en acusar al resto del personal de brutos, asesinos, maltratadores de animales, o ignorantes. Tan insostenible es el nivel de consumo de carne de los países ricos como el rechazo de la carne, los huevos y el pescado por igual, para todos los países, todos los estratos económicos y todas las culturas.

El equilibrio necesario pasa, sin lugar a dudas, por cultivar la tierra de manera sostenible, cada vez más ecológica y menos intensivamente. No sólo hacemos sufrir a los animales, también hacemos sufrir a los campos, a las plantas, a los bosques, a los árboles, a los acuíferos, a los mares y, a la postre, al clima y a nosotros mismos.

Leyendo a una muy lúcida exvegana he aprendido mucho sobre la hipocresía de los hijos de papá, imbuidos de vegetarianismo porque se lo pueden permitir, que despotrican contra las granjas de animales pero se inflan a verduras cultivadas con cantidades ingentes de estiércol salido de las mismas (y dice ella que no le vengan con la mentira y la falacia de que se pueden usar fertilizantes exclusivamente vegetales en las cantidades necesarias a nivel mundial).

Confluir. Hay gallinas camperas, ovejas que pastan en el campo y vacas sueltas por los prados que son mucho más felices que algunos de nuestros semejantes, por los que no nos preocupamos activamente, y hasta más felices que muchas de nuestras mascotas encerradas y castradas y cuya alimentación no nos preocupa. No todo es blanco o negro, veganos o carnívoros, podemos confluir en procurar alimento sano, variado, equilibrado y sostenible para todos, no sólo para quienes nos lo podemos permitir. Y podemos confluir en una relación más natural con el resto de las especies, animales y vegetales, y cuando digo ‘más natural’ no digo ‘casi religiosa’, con sus prohibiciones respectivas. Todo con moderación.

Puede que dentro de unos años esta conversación sea estéril y quienes hayan sobrevivido coman como los astronautas de las pelis: pastillas con sabores y productos plásticos con vitaminas, proteínas y formas fake. Ya no comeremos seres vivos, ni vegetales ni animales, no habrá.