Aquel misionero resuelto de fe había viajado por toda Europa y África cuando escuchó por primera vez el nombre del Preste Juan. Eran tiempos fascinantes, qué duda cabe. Una época sin mapas, en donde los territorios crecían y menguaban con la imaginación de los caminantes arrojados por el mundo. Giovanni era uno de ellos. Había conocido a San Francisco de Asís en su juventud y se había hecho su discípulo. Lo había seguido hasta los bosques, cuando se apartaba para hablar con los animales, pero él nunca había encontrado la vía de comunicación con los pájaros. Sus piernas eran largas, su cuerpo resistente y sus ganas de conocer a Cristo incansables. De esta forma desembarcó en las costas de Túnez para convencer a los pobres lugareños de que abrazaban una fe herética para que fueran al infierno.

Ruta de la Seda y expedición de Giovanni da Pian del Carpine

En el año 1245, el papa Inocencio IV estaba refugiado en Lyon porque Roma corría peligro a causa de las huestes imperiales. Los cristianos habían fracasado tres veces en su intento de conquistar Tierra Santa, pero aún le quedaban a la Iglesia fuerzas para estrellarse contra el muro de Oriente. El papa proclamó la VII Cruzada, un esfuerzo que alejaría aún más la posibilidad de habitar los lugares en los que vivió y sufrió Cristo. Fue en ese momento cuando Giovanni da Pian del Carpine escuchó hablar del Preste Juan.

La profecía señalaba que un reino de cristianos ayudaría a conquistar Jerusalén finalmente. Nadie había estado allí. Muchas expediciones se habían aventurado hacia el este, pero ninguna había vuelto con noticias. Oriente solamente arrojaba cadáveres, sueños rotos por el hambre y el desierto. Contaban los cartógrafos y astrónomos, allá en sus monasterios, que más allá de Irán, más allá de la Persia antigua, cerca de ese imperio confuso de ojos rasgados, existía un reino legendario y antiguo como la seda, gobernado desde tiempos inmemoriales por un tal Preste Juan, una especie de gobernante o de sacerdote que descendía directamente de los Reyes Magos y que mantenía a salvo la fe verdadera de todas las religiones de infieles. Otros situaban la ubicación de su reino en Etiopía, donde la gente es negra y tiene los ojos claros.

Dijo que se había encontrado a hombres de piernas inarticuladas, a caníbales que se alimentaban exclusivamente de hombres, a mujeres deformadas, a señores cuyos rostros se parecían al de los perros...

Inocencio IV mandaba con una mano la cruzada y con la otra la diplomacia. Llamó a Giovanni da Pian del Carpine y le ordenó dirigirse hacia el reino de los Mongoles, un pueblo nómada que levantaba polvo en las estepas de oriente y que ya había causado el terror de todos los reinos al este del Éufrates. El misionero tenía sesenta y tres años, una vida que doblaba la esperanza de edad de la mayoría de los hijos de Dios. Cogió su bastón y las sandalias de predicador y salió de los palacios papales para conocer el mundo desconocido, el que había leído entre brumas en tantas crónicas y del que ahora debía dejar testimonio.

Porque a Giovanni da Pian del Carpine le había sido encomendada la misión de abrir una vía diplomática con los mongoles, pero también la de narrar todo y cuanto viera por el camino. Y eso hizo. Tomó la ruta del norte. Decidió no pasar por Constantinopla, que a esas alturas estaría atestada de cruzados pretenciosos, aún lamiéndose las heridas de los infinitos asaltos de turcos y francos. Optó por atravesar los Balcanes por el Danubio, rodear el Mar Negro por Rusia y descender ligeramente hasta el Caspio, sin detenerse en Armenia, un pueblo que aún conservaba la fe cristiana a pesar de las penalidades y la distancia con Roma. Apenas había unas semanas de caravana hasta el Mar de Aral, hoy transitado por camellos pero en aquel tiempo por esturiones. Tras coger provisiones, se lanzó a una expedición por el desierto tártaro, hasta los confines del Hindú Kush, para luego rozar el Tíbet.

Libros:

  • Rélation des Mongols ou Tartares (Giovanni da Pian del Carpine)
  • Baudolino (Umberto Eco, Lumen)

Durante el trayecto, el misionero que no pudo hablar con los pájaros fue anotando cada aspecto de las maravillas del mundo. Dijo que se había encontrado a hombres de piernas inarticuladas, a caníbales que se alimentaban exclusivamente de hombres, a mujeres deformadas, a pueblos enteros que vivían en el interior de la tierra, a señores cuyos rostros se parecían al de los perros y a montañas que atraían con una fuerza descomunal el oro y la plata. Giovanni da Pian del Carpine estaba presenciando todas las leyendas que había leído en los monasterios de Europa. Y encontró, finalmente, al Preste Juan, de cuyo reino afirma que defiende la cristiandad de los tártaros.

El misionero llegó finalmente al país de los mongoles y estudió sus costumbres. Aquel pueblo aguerrido amenazaba con asediar Viena, que a miles de leguas de distancia, como si de otro mundo se tratara, ponía en jaque a toda Europa. Su crónica se conservó. La llamaron Historia Mongolarum. Su relato animó a otros viajeros a emprender el sendero de oriente, como Marco Polo.

Pero su historia dio alas al mito del Preste Juan. Giovanni da Pian del Carpine juró haber entrado en su territorio, haber sido uno de ellos durante unos meses. Una tarea mucho más ardua que hablar con los pájaros.