No es solo por alimentarme ni por el placer que me produce saciar el hambre. No es solo porque pueda ni por la emoción de la caza. Ni porque sea una raza superior en la pirámide alimenticia. Es por la violencia. Cuando los músculos de mi cuello se lanzan hacia delante con fuerza y mis molares, premolares e incisivos alcanzan su carne, yo aprieto con la rabia y la potencia con la que un animal muerde a otro con la intención de matarle. Excitado con mi superioridad en todos los sentidos frente a la indefensión propia que demuestran estos seres de los que llevo alimentándome casi desde que el mundo era mundo. La carne se desgarra y un reguero de hematíes me baña la barbilla, y yo me sumerjo en él como lo haría un peregrino tras 48 horas vagando por el desierto sin beber agua.

Casi nunca se resisten demasiado. Para cuando se percatan de lo que está ocurriendo y de la gravedad de sus heridas, ya es demasiado tarde. Le agarro de las muñecas y le sujeto contra la pared mientras succiono haciendo un ruido viscoso y desagradable, como el que haría una bomba de vaciado. La sangre abandona su cuerpo y entra en el mío con una naturalidad que me hace creer que jamás hubo determinantes que intervinieran en el proceso. Nunca fue ‘su’ sangre, o al menos lo fue con el mismo derecho con el que ahora es ‘mi’ alimento. ¿Qué es más cruel, la naturaleza o la lingüística?

Cuando su cuerpo agonizante cae al suelo y comienza el episodio espasmódico de sus piernas, mientras, patéticamente, trata de llevarse un brazo que parece no querer hacerle caso a la ‘intaponable’ herida, yo siento el éxtasis. Mis pupilas se dilatan, mis pulsaciones se aceleran y mi respiración parece cobrar un ritmo propio que nada tiene que ver con mi voluntad. Porque, oh, sí. Mi cuerpo está vivo. Ni duermo en un ataúd ni me derrito con la luz solar ni rechazo el ajo. Olvidad a Bram Stoker. No estoy muerto. Mi cuerpo es capaz de sentir, como ahora siente este escalofrío que me recorre la columna y me acaricia la nuca y me hace clavar las uñas, largas como cuchillas, en la pared y arañarla mientras me retuerzo como si acabase de alcanzar el orgasmo. Sin embargo la sensación es muchísimo mejor. Es como si durante unos segundos estuviera en el mismísimo infierno, bañándome en la sangre de un millar de vírgenes en una caldera puesta al fuego por el mismísimo Pedro Botero. Y por eso no les escucho acercarse.

Lo primero que me sorprende son las luces, directamente apuntadas contra mi cara. Después veo que empuñan pistolas. Son demasiados incluso para mí. Mierda. Cabrones. Me han cogido. En los viejos tiempos podía deshacerme de ocho guardias armados que vinieran a mi guarida a arrestarme sin apenas sufrir un rasguño, pero las pistolas lo han cambiado todo. Hasta los vampiros se desangran.

Todo empieza a suceder muy rápido después de que me pongan los grilletes. Gritos, violencia, un coche. Una sala. Más gritos. Más violencia. Otro coche. Togas y un martillo. Más gritos. Flashes. Empujones. Otro coche. Otra sala. Un pasillo. Otra sala. Otros tipos con toga, aunque esta vez son blancas. Me dicen que no soy un vampiro y yo me limito a reírme. Es lo que llevo oyendo desde que me arrestaran hace... ¿cuánto? ¿Cinco días? No importa. Yo ni siquiera les he dicho que soy un vampiro. Todos ellos se limitan a arrojarme a la cara todas las ficticias pruebas que su mente basada en la lógica puede creer, tratando de desmontar mi propia naturaleza, pero ni tan siquiera me han preguntado mi opinión. Es como si todos ellos estuvieran intentando convencerse a sí mismos de que no soy real.

Los tipos con bata, médicos, supongo, me dicen que me llamo Sergio Garrido y que soy de Albacete. Que tengo 35 años y que no soy un vampiro, si no que tengo una psicosis aguda. Me limito a reírme y a preguntarles qué clase de psicosis sería tan grave para no dejarme ni un breve instante de cordura pero a la vez dejarme tan cuerdo como para entender qué es lo que ellos intentan decirme. Uno de ellos titubea y responde francamente que no lo saben.

«Algo nuevo».

Sí, algo nuevo, pienso. Para vosotros. Algo nuevo y a la vez, igual de viejo que vosotros. Aunque no sois capaces de acordaros de mí, como tampoco podéis acordaros de vosotros. De lo que fuisteis. Más pasillo y otra sala. Dicen que me van a curar. No respondo. Estoy cansado. Ha llegado el momento de dormir. Y esta sala de paredes blancas parece idónea. No importa lo que ellos digan porque yo sé lo que soy, aunque solo yo pueda verlo. Y cuando dentro de un centenar de años todos ellos hayan muerto, yo seguiré aquí.

Espero que los humanos también. Después de cien años cabe esperar que uno se despierte con apetito.