He sido de izquierdas durante gran parte de mi vida. Cuando era más joven, los partidos de izquierda no estaban en el Gobierno, eran partidos que movilizaban y daban apoyo a los estratos más pobres de la población, pero la realidad tecnológica ha invertido esta realidad social. Los actuales partidos de izquierda solo aspiran a alcanzar el Gobierno. La izquierda ya no está contra el sistema, ahora quiere formar parte de él. El problema de esta estrategia es que el sistema es fuerte e impone sus reglas incluso a la izquierda. Vivimos una época que necesita no solo un pensamiento nuevo, sino también nuevas ideas y formas de acción».

Así reflexionaba estos días el escritor griego Petros Márkaris ante la pregunta de si las ideologías tradicionales seguían siendo útiles.

Las ideologías ayudan a interpretar la realidad, pero son muy eficaces también para deformarla. Todas ellas. A la ideología hay que medirla primero por los valores que defiende y por la relación que establece entre ellos y después por el margen de libertad que deja al pensamiento, es decir, por su flexibilidad. Tener una ideología no es ni bueno ni malo, sino inevitable. Nadie escapa a ella. Todos miramos el mundo a través de ventanas que ya están construidas. El peligro empieza cuando levantamos fortificaciones alrededor de ellas.

El problema no es la ideología sino el hecho de asumirla como propia. A partir de ese momento la realidad deja de ser lo importante porque se pone en juego nuestra estabilidad mental, la coherencia de nuestro pensamiento. La ideología nos protege contra la complejidad de la realidad, contra sus contradicciones. Es confortable para todo aquel que rehuye el riesgo de pensar. La ideología es un espejo que refleja solo la parte de la realidad que se ajusta a nuestra visión de las cosas y a nuestras emociones. En ella solo nos vemos a nosotros mismos y a quienes consideramos los nuestros. Y nos saca muy favorecidos.

Mi hija es izquierdista, feminista, antirracista… está llena de buenas intenciones. Se indigna con las injusticias. Se apasiona con las causas más nobles. Y no puede entender que no esté todo el mundo detrás de las mismas banderas. Cuando hablamos, no intento convencerla, como no se me ocurriría discutir con mi yo del pasado. Pero sí me esfuerzo por hacerle ver que sus amigos de derechas tienen también sus razones, por extraño que nos resulte, y que las cosas son siempre más complicadas de lo que parece. Y si queremos pensar de verdad hay que abrir las ventanas lo más posible, asomarse a las ventanas ajenas. Hannah Arendt lo llamaba pensamiento representativo: imaginar que somos otros, imaginar lo que sienten, ver la vida desde otro lugar. Eso que el buen periodismo nos ayuda a hacer tantas veces, como ahora cuando nos muestra la soledad, el miedo, la desesperación y la miseria material de los jóvenes que en las calles de Cuba piden libertad y pan. Abandonados por los ideólogos de la izquierda.