Destrozan los castillos, se tragan el agua, llenan la fruta de arena. Llevan el ritmo exacto del desorden. Embadurnados de crema, sobreviven al hastío. Miro a mis hijos sortear las olas. Desde la orilla confundo el mar con el cielo y sus infancias con las nuestras. Odio la playa, adoro las piscinas, estoy cómodo en los paraísos prefabricados. La naturaleza siempre me resultó incómoda y hostil. Lo es, en esencia. No me gusta sumergirme en la opacidad del océano. 

En la vida, como en el agua, también evito adentrarme en lo hondo, ponerme a merced de las mareas, el viento y lo desconocido. Llamo respeto al miedo. Si de mí hubiera dependido, los mapas no hubieran ocupado más de una cuartilla. Las familias carcajean. Fijan las sombrillas, improvisan jaimas, sepultan con hielo las cervezas. Me gusta este circo sudoroso. Hay un libro sobre la toalla, un libro que elegí con mimo, pero que jamás abriré. Mis hijos quieren que patee una pelota incontrolable, que recolecte almejas muertas, que erija grandes construcciones para regalarles a ellos el placer de destrozarlas. Quizá ser padre sea sólo eso: construir con delicadeza un mundo que ellos tendrán la obligación de echar abajo. Quizá ser padre es sólo una arquitectura de arena.

«Mi restaurante preferido es tu sofá», le escribí a una mujer a la que amé. Son cosas que se dicen. Amar es un ejercicio muy deslenguado. Ponerle palabras al deseo nos aleja del mono. O nos acerca. Qué sé yo. Se mandan fueguitos en privado por Instagram. Bien elegido ese icono de la llamita, porque hay fotos que nos incendian por dentro. No hablo de bikinis ni escotes ni pectorales ni tatuajes ni turbos. No exclusivamente. El erotismo es como el Braille, una escritura que no se ve, pero que se palpa. 

En la playa todo es desvelo, realidad sin cortinajes. Cuerpos tostados. Carne ondeando como las banderas que regulan el baño. Las estrías son ríos que bañan capitales invisibles. Las cicatrices son los garabatos pueriles que nos trazó la vida. La gravedad. Las panzas como balones de Nivea. Las calvas achicharradas. Varices. Junglas de vello sobre los hombros. Hermosos y humanos, asimétricos, desvergonzados. Musculaturas viejas. Muslos de naranja, pezones como cerezas. El deseo tiene más amor que el amor mismo. El primero es bengala y movimiento; el segundo, apenas regodeo, una danza ensimismada. Todos los cuerpos son feroces y únicos, templos en llamas, perezosas cosmogonías, perfecciones imperfectas. «Siempre hay un roto para un descosido», dice mi madre. Descripción perfecta de los afectos.

Duran lo mismo los amores que los helados. Frente a mí dos que no se hablan. Se hacen compañía sin mirarse, como los leones del Congreso. Sus hijos juegan con los nuestros. Cavan un pozo. Las olas tratan una y otra vez de inundarlo, pero aún está lejos su espuma, aún está a salvo la oquedad. Siempre pasa igual, siempre trata la vida de llenar lo que está vacío. El pecho desértico, esa cuna donde latía un corazón. De estas familias rotas nacerán familias nuevas.

Juegan los niños y gritan y se pelean como si el mundo no fuera con ellos. Ojalá su dedicación en ese agujero, excavado a ocho manos, con sus ochenta minúsculos dedos. Olvidarán este hoyo. Olvidarán el afán por hacerlo aún más profundo. Olvidarán estos amigos. Olvidarán este verano. Pero siempre quedará en ellos esta preciosa intrascendencia, esta existencia de nácar, esta pluma que soportan sobre sus hombros. Si mis hijos sonríen siento que el mundo se ordena de repente, como un Cubo de Rubik que llevaba un rato trasteando con torpeza.

Nos hacemos mayores. Cuestionamos sentencias sin haberlas leído. Fantaseamos con coches más grandes. Ya la vista no nos da para leer los cartelones que remolcan las avionetas. Paseamos por la playa empequeñecidos por el tiempo. Bautizamos a los vientos. Nos agarramos a las niñeces que, como mosquitos, zumban a nuestro alrededor. 

Esta orilla es patrimonio de lo que fuimos. Perseguimos con decoro los cuerpos ajenos e imaginamos, con desdén, el propio. Amar es extraviarse. Hollar la arena con los talones. Sumergirse en mares turbios que alivian este calor de fragua heféstica. Privados de Instagram, rodillas contra el horizonte, mojitos aguados, revistas arrugadas, flotadores pinchados, gaviotas peleándose por la piel de un melocotón, adolescentes arrastrando su dorada fugacidad, su júbilo mortecino. Los veranos son finales disfrazados de comienzos.