Me relaciono más con mis padres ahora que cuando estaban vivos. Ayer mismo, en la cama, poco antes de dormirme, imaginé que los visitaba para preguntarles si pasaba algo por morirse. Mi padre estaba en pijama, medio recostado en el sofá, frente a la tele, y mi madre, en bata, iba y venía haciendo algo, no logré averiguar qué. Mi madre, en vida, siempre iba y venía y mi padre siempre estaba quieto. Mi padre observaba a mi madre como el que observa el mar, maravillado por esa combinación imposible de agitación y calma.

Les pregunté, decíamos, si pasaba algo por morirse. Intercambiaron una mirada de inteligencia y al final ella dijo:

—¿Qué quieres que pase, hijo? No pasa nada.

—Pero estoy hablando de morirse -insistí yo.

—Ya te ha dicho tu madre que no pasa nada -intervino mi padre.

Nos quedamos callados, aunque incómodos. Tuve la impresión de que no les gustaba que fuera a verlos. No les había gustado cuando vivían y tampoco les gustaba ahora. Siempre tuve la extraña habilidad de alterar su paz doméstica. Al cabo de unos minutos, como el silencio se hiciera demasiado espeso, volvió a intervenir mi padre:

—¿Tú ves que a mamá o a mí nos haya pasado algo por morirnos? —dijo.

—La verdad es que no —admití.

—Pues ya ves que estamos muertos, estamos muertos y no nos ha pasado nada. La vida y la muerte se parecen mucho en que no pasa nada ni en la una ni en la otra. ¿Eso es lo que querías saber?

—Sí —dije.

—Pues ya lo sabes, ahora déjanos ver el concurso de la tele.

Abandoné la casa de mis padres y regresé al interior de mi cabeza con el consuelo de que no pasaba nada por morirse. El día anterior había resbalado en la bañera y no me había matado de milagro. El accidente me hizo reflexionar. Si me hubiera muerto, ¿habría pasado algo? Pues no, no habría pasado nada, excepto que seguiría difunto, en la bañera, como mis padres continuaban difuntos en el salón de su casa, viendo un concurso de la tele. Eso es todo.