Ustedes ya los conocen, pero debemos hablar de ellos. De los tertulianos de televisión; los médicos circunstancialmente famosos durante la pandemia, de entre los cuales por supuesto los peores son los que aparecen en pantalla con el gorro de urgencias como si no les hubiera dado tiempo a quitárselo en los quince minutos de espera hasta que les han dado pie en la conexión. Los políticos liberticidas, pero también algunos de nuestros vecinos, de nuestros amigos, quizás incluso de nuestra familia.

Todos les conocemos, pero es hora de dedicarles esta columna. Bienvenidos al movimiento ‘basta ya a los encerronistas’.

Cuando empezó la pandemia y restringieron nuestros derechos fundamentales para proteger un bien superior, entonces la vida, hubo un cierto debate social sobre si cuando acabara el confinamiento iba a haber personas con secuelas psicológicas que desarrollaran una suerte de agorafobia tras meses de encierro. El debate era esencialmente cuánto tiempo iban a tardar en acostumbrarse a la vida normal, ni de nueva normalidad ni de vieja tradición, simplemente normal. Ya saben, eso que ocurría cuando la policía no te multaba por sacar el perro a las 3 de la mañana y podías organizar una comida familiar en un restaurante sin tener que dejar a un hermano en casa porque el aforo no da más de sí.

Cuando se planteaba este tema yo reconozco que tenía cierta empatía por los que fueran a sentir miedo, y quizás lo prudente habría sido tenerlo, mucho más en un contexto en el que en España llegaron a morir casi mil personas al día. El pánico, las dudas, la incertidumbre o incluso el rechazo son sentimientos personales y libres, y por supuesto es perfectamente legítimo que pocos o muchos ciudadanos decidan que van a cambiar de forma permanente su modo de vida a raíz de esta experiencia.

Lo que no es personal, ni libre, ni desde luego legítimo, es que las experiencias de hipocondria personal de un sector de la población, ni desde luego la manifiesta carencia de sociabilización de algunas personas que prefieren el encierro a la vida, justifique la restricción de los derechos fundamentales de todo un país para satisfacer las ansias encerronistas de algunos a costa de la libertad de los demás.

En España sigue habiendo contagios, y desgraciadamente sigue habiendo fallecidos. Pero ni la presión hospitalaria ha alcanzado niveles preocupantes, ni los contagios están afectando a colectivos vulnerables, ni nuestra experiencia se aleja de la de nuestros vecinos europeos que, con medidas más y menos restrictivas, tienen unos números equivalentes a los nuestros.

Entiendo el miedo de aquellos que se sienten en peligro, pero nadie les impide no llevar dos mascarillas y guantes si así lo consideran. No están obligados a salir por la calle de noche, ni a relacionarse con nadie si ese es su deseo. Si quieren pueden pasar sus vacaciones al amparo del ventilador de su casa en la ciudad, y no ver a ningún amigo hasta el año 2027 por si, no quiera Dios, les contagian la gripe o algo peor.

Pero su miedo no puede calmarse a costa de nuestra libertad. Ni los médicos-tertulianos que han hecho de la pandemia su modo de vida, ni los políticos que no tienen negocios de los que preocuparse a fin de mes, ni los ciudadanos de a pie que necesitan justificar su aislamiento voluntario por imperativo legal, tienen derecho a coartar nuestra capacidad de decidir que, ahora sí, ha llegado la hora de la vuelta a la normalidad.

Vacunas, precaución y responsabilidad. Pero también, y ante todo, libertad. 

Este virus lo paramos unidos. A esta sociedad, no sé yo qué decirles ya.