Júpiter se enamoró perdidamente de Galicia y para poseerla la atravesó con el Miño. Su esposa Juno, celosa de amor, castigó a su rival provocándole esta profunda herida», me cuentan, mientras desde lo alto del mirador diviso enmudecida el imponente Cañón del Sil. Estoy en la Ribeira Sacra, al sur de Lugo y al norte de Orense, y no sé si mirar al río, a los viñedos que cuajan las empinadas laderas o a los bosques habitados hace siglos por monjes y eremitas que, en sus humildes y escondidos asentamientos, transformados en el Medievo en románicos conventos y monasterios, encontraron el mejor de los refugios para su vida ascética. Un aguilucho cruza el cielo y mientras no pierdo de vista su elegante y silencioso vuelo pienso que no es justo que Dios concentrara en un solo lugar tanta belleza.

Chuviña, babuxa, breca, poallada, froallo, zarzallo, parrumada, lapiñeira… Me pregunto cómo llamarán por aquí a esta lluvia suave y pertinaz que esta mañana moja las centenarias piedras de la Casa Grande de Rosende y refresca las frondosas hortensias. Orvallo, me suena, aunque fácil de adivinar no es: hasta cien nombres tienen los gallegos para este calabobos que tiene todo tan verde y a mí, harta de pasar calor, tan contenta. Menos mal que traje abrigo porque en esta aldea remota a la que vinimos con Manuel Vilas y Ana Merino a hablar de Amor, Vida, Literatura, Tiempo, Historia y Muerte, y eso que es julio, hace un frío que pela.

Con una tradición vitivinícola de más de 2.000 años y una denominación de origen desde 1997, en la Ribeira Sacra los tintos son del color de la cereza intensa; los blancos, afrutados y frescos y los campesinos que cultivan la uva mencía, albariño y godello, unos auténticos héroes, pienso, mientras contemplo con Araceli los viñedos de dificilísimo acceso, y solo a pie, que heredó de su abuelo, dispuestos en bancales (los ‘solcacos’ gallegos), tallados escalón a escalón en piedra y con una pendiente que corta la respiración a cualquiera.

Pregunto a Miguel y César, que con tanto mimo nos atienden siempre, qué hay hoy de cena: «Capón con castañas y luego queimada, para ahuyentar a los malos espíritus y las meigas». «Mouchos, coruxas, sapos e bruxas; demos, trasnos e diaños; espíritos das neboadas veigas, corvos, píntegas e meigas; rabo ergueito de gato negro e todos os feitizos das menciñeiras…», así reza el conjuro que Manuel Vieitez, dueño de este legendario y bellísimo pazo en el que nos alojamos, recita solemne mientras quema el aguardiente y yo, aunque quiera, no me quito de la cabeza la historia de Las señoritas, quienes, hartas de ver tanta gente en la que casa en la que vivieron y en la que hoy duermo, ni cortas ni perezosas le prendieron fuego. Eso cuentan los vecinos; menos mal que los bomberos llegaron a tiempo. Ay, Galicia, tierra de leyendas.

Volveré con la gente de Quinta Sacra a navegar el Miño y bañarme en la cascada donde me sentí en la mismísima selva. Volveré a perderme entre viñedos. Y beberé vino y comeré delicioso en alguna otra aldea. Galicia riquiña, qué morriña la mía. Y eso que no soy gallega.