Y yo me hundía en el Blonde on Blonde / Haciendo que los días me duraran mucho más, / Mucho más, lo juro, mucho más.», cantaba Nacho Vegas. Y si él se hundía en Bob Dylan, yo lo hacía en el propio Vegas. Bueno, en el pack completo de música filo-depresiva, cine, videojuegos, soledad y marihuana. En noches que se antojaban interminables iluminado solo por la pantalla del ordenador en las que parecía que daba tiempo a comprender la insignificancia de mi papel en el universo, a leer a Irvine Welsh, volver a ver El Gran Lebowski y escribir cuatro páginas sobre que otra chica de 16 años no me hacía caso.

Qué magnífica es la adolescencia. Qué larga podía ser una noche de jueves, cuando ahora la gran mayoría de ellas no me da tiempo ni a ver el último capítulo de la serie que esté viendo. Detener el tiempo, pedía yo con un nudo en la garganta, y así poder leer todos los libros del universo, ver todas las películas jamás hechas y solo entonces volver a darle al play, después de una noche de adolescencia cuasi-eterna. Con un cuaderno repleto de frases en sucio que dolían ya desde antes de salir.

Con lo triste que me sentí esos días y, sobre todo, esas noches, y ahora uno las recuerda (no sé si también les pasa a ustedes) con nostalgia. ¿Cómo podía alguien sentir -no creer, sentir- que de verdad había esa profunda y desgarradora soledad en que la zagala de turno me mandase a la mierda? Sobre todo, cuando, por otra parte, cuando lo hacía ya le había dado yo sobradas razones para ello que incluían el no hacerle ni puñetero caso la mayor parte del tiempo (salvo alguna excepción, claro). ¿Recordáis la primera vez que comprendisteis lo verdaderamente fútil e insignificante de vuestro paso por el universo? Yo lo había leído, razonado e incluso dicho en decenas de ocasiones, pero la primera vez que lo sentí en mi interior fue… liberador.

No sé qué pensará Nacho Vegas ahora, pero por suerte yo no conseguí detener el tiempo, como ningún ser humano, y pese que se acelera inexorablemente hacia su precipitado final (algo que según cuentan va sucediendo cuando uno se hace viejo), ya solo me importa los domingos a las ocho de la tarde.