Don Rodrigo Fernández–Carvajal, de enciclopédico saber, explicaba la estructura de las democracias liberales con sutil sorna intelectual que resumía en las letras capitulares de una clase magistral: la sedicente democracia. Viniendo de uno de los teóricos del franquismo, que definió la dictadura como una monarquía constituyente, su exposición transcurría por el filo de la navaja, porque ¿qué otra cosa podía ser la incipiente democracia para un catedrático de Derecho Político tan significado en el franquismo? Visto desde la perspectiva de las antiguas Leyes Fundamentales, la Ley para la Reforma Política que abrió el paso a nuestra Constitución fue una sedición en toda regla, tal como el ‘procés’ lo es contra ésta. Dicho desde la tarima del profesor, estaba amparado por la libertad de cátedra, pues este derecho fundamental permite tanto la digresión teórica como la impunidad de algunas peregrinas afirmaciones. No era éste el caso de don Rodrigo, que era un florido paladín del argumento tal que un tirador maneja su florete.

El excursus del erudito profesor discurría por un hilo más semántico que político al referirse a todas las democracias llamadas liberales: se dicen democracias, cuando son regímenes híbridos con tintes de monarquía y oligocracia. Verdaderamente, son pocos los instrumentos democráticos del sistema aparte de la elección de los miembros de una cámara de supuestos representantes del pueblo, previamente seleccionados por unos partidos de estructuras monolíticas proclives al caudillismo de su líder, donde la depuración del crítico es tónica habitual.

Podemos hablar de elección indirecta, pues no es el pueblo, sino los diputados quienes eligen al presidente del Gobierno. Es más, los recursos políticos del demos son tan poco útiles como inusuales: la iniciativa legislativa popular y los refrendos. La primera requiere 500.000 firmas que la suscriban, pero está vedada a toda materia que se refiera a derechos fundamentales, régimen electoral general, órganos constitucionales, tributos, Derecho Internacional y derecho de gracia. Los segundos, abiertos a toda la ciudadanía, sólo pueden ser propuestos por el presidente del Gobierno y no son vinculantes, sino meramente consultivos; de manera que una salida de la UE o una hipotética secesión de Cataluña nunca podrían decidirse en referéndum, al menos con la vigente Constitución.

Sabido lo cual, cabría cuestionar la negativa a las consultas soberanistas a la vista de los problemas que habríamos evitado de haberlas convocado hace años.

Los poderes del presidente del Ejecutivo son los propios de un monarca: elige el Gobierno, lo dirige según sus propias preferencias, designa y revoca a sus ministros libérrimamente y convoca elecciones cuando le place. El control parlamentario del Gobierno permite reprobar a los miembros del Ejecutivo, pero esto sólo son cosquillas mediáticas totalmente inocuas. El arma parlamentaria por excelencia es la moción de censura, que necesariamente ha de ser constructiva, es decir, proponer un candidato alternativo, lo que la convierte en otra forma de elección democrática indirecta del presidente. Por eso, los calificativos que tachan de ilegítimo al Gobierno, incluso de golpe de Estado que dicen Casado y Abascal (tanto monta), demuestran, no ignorancia de la Constitución, puesto que no es posible tamaño analfabetismo jurídico en políticos de sus ínfulas, sino su desprecio por la verdad y por la pedagogía democrática que debiera ser consustancial a cualquier parlamentario.

No nos extenderemos sobre las características propias de la oligocracia, pues de sobra son sabidas las prerrogativas de las asambleas legislativas y el poder fáctico de los partidos políticos. Bástenos con omitir el término aristocracia, puesto que significa gobierno de los mejores y no digo más.

De manera que cuando el presidente hace un cambio de Gobierno nombrando a todos los ministros que le parece, no es un autogolpe de Estado, ni una moción de censura a sí mismo, ni pamplinas semejantes. Es correcto calificarlo de crisis, pues ésta significa juicio, análisis, decisión, también separación, ruptura (de ahí que la crisis económica sea el punto en el que quiebra la curva ascendente). La prerrogativa del líder se la explicaba una consejera de Trabajo al propio Valcárcel que la había cesado: el presidente elije a sus consejeros, pero a mis amigos los elijo yo, le espetó cuando aquel le dijo que el cese no comprometía su amistad.

Contraposición a esa competencia del presidente es la necesaria crítica de la oposición; un análisis de la decisión, que razones y no pocas hay para debatir el discurso petulante y buenista de Sánchez, que aburre a las ovejas. Pero recurren a la falacia del argumento ad hominem, la descalificación del contrario para tachar su tesis (verbigracia, decir que Villarejo es un delincuente para negar la veracidad de sus acusaciones). Este tipo de arengas no apela a la razón, sino a la pasión de los gregarios, cuando Casado da un paso más allá con una retahíla de insultos a Sánchez que no se recuerda en nuestra historia democrática, avergonzaría al mismísimo capitán Haddock de los tintines y dejaría escuálido el Inventario General de Insultos de Pancracio Celdrán.

Antiguamente se habría tachado a Casado de verdulero, pero eso desprestigia una profesión honrada que no necesita de la vocinglería para vender, basta con mostrar su mercancía al público entendido en lo que está verde o macoco. Se tornaron los papeles y ahora el vociferante difamador suele ser político de profesión, lo que redunda en su demérito, pues llamados a cumbres tan altas como las luces de que presumen, sus improperios al adversario sólo prueban sus carencias y la incapacidad para el debate.