Hoy he soñado por centésima vez que perdía el avión. Me pregunto si se puede perder tantas veces el avión en sueños sin haberlo perdido en la realidad. Y me respondo que seguramente lo he perdido también en la realidad. ¿Cuándo? Tendría que darle una vuelta. Se lo digo a mi psicoanalista, que me atiende por videollamada:

—Creo que he perdido el avión.

—¿Qué avión? -pregunta.

—El de la vida, el avión de la vida.

—Ya —dice ella—. ¿Y adónde conducía ese avión?

—No tengo ni idea, pero lo he perdido.

—Si no sabía a dónde iba, casi mejor que lo haya perdido. A veces van a Haití.

En el sueño, me hallaba desconsolado ante la puerta de embarque, frente a una azafata de tierra que componía un gesto fingido de lástima.

—Lo siento, señor. Por dos minutos —me decía.

En esto, al darme la vuelta me cruzaba con un vendedor de la ONCE anunciando un número para un sorteo extraordinario. Yo continuaba caminando sin prestarle atención hasta que a los 40 o 50 pasos me decía: «Tal vez el avión era el vendedor de la ONCE». Entonces desandaba el camino en su busca, pero no daba con él. Lo había perdido, como el vuelo.

Desperté desasosegado, preguntándome, como tantas veces, por el sentido de la vida, por el sentido de mi vida. Aún en la cama, con los ojos cerrados, vi a mi padre y a mi madre hablándome desde el más allá. Me decían que no podía perder más oportunidades, añadiendo que el avión perdido y el ciego de la ONCE habían sido las dos últimas.

—¿Lo puedo arreglar jugando al Euromillón? —pregunté.

No dijeron ni que sí ni que no, pero pusieron la cara de los padres cuando quieren decir que su hijo no tiene arreglo.

Se lo conté más tarde a mi psicoanalista:

—Creo que no tengo arreglo.

—Eso —dijo ella— significa que está estropeado. Tal vez si abandonara esa creencia dejaría de soñar que pierde el avión. O que pierde al ciego de la ONCE.