Poca gente recuerda los tres días de luto oficial que el Gobierno cubano decretó a la muerte de Francisco Franco. No solo eso. Manuel Fraga, el fundador de lo que ahora se llama Partido Popular, visitó Cuba varias veces en los años 91 y 92, donde se dejó ver comiendo pulpo a feira entre los agasajos y las palmadas en la espalda del compañero Fidel. Y si hablamos de la izquierda, no deja de ser asombroso que a tantos demócratas con un impecable pedigree democrático adquirido luchando contra la dictadura franquista se les caiga la baba deshaciéndose en elogios de un régimen militarista y dictatorial, encabezado por personajes tan siniestros como el Che Guevara, que no se perdía nunca lo que constituía su espectáculo favorito: los fusilamientos de traidores a la patria, patria que, por cierto, no era la suya.

La explicación del triunfo de la revolución cubana y su persistencia durante las últimas décadas, hay que buscarla en una estrategia de marketing político rabiosamente actual, y que los Castro dominaban a la perfección antes de que se pusiera de moda: el storytelling o, en su expresión castellana, el dominio de la narrativa. Cuando los guerrilleros que se habían echado al monte en Sierra Maestra estaban sin recursos y a punto de la extinción a manos del ejército regular del régimen del dictador Batista (la América ibérica no gana para tanto dictador como genera de cualquier ideología, o incluso sin ella), a la dirección de The New York Times no se le ocurrió otra cosa que enviar a un redactor para documentar la vida, en aquel momento más parecida a la de un grupo de boy scouts que a la de una guerrilla propiamente dicha, del residual grupo de barbudos guerrilleros. A la izquierda americana, los mal llamados liberales, siempre le han fascinado las manifestaciones románticas rezumantes de testosterona protagonizadas por la izquierda marxista latinoamericana y su estilo de vida violento y marginal. Parece que los Rockefeller del imperio del norte, de los que hay a porrones en la Gran Manzana y en Hollywood, necesitaran una dosis periódica de feroces insultos y desprecio por parte de gente como Eduardo Galeano, autor del inefable relato titulado Las venas abiertas de América Latina, un panfleto antinorteamericano y antiespañol que debería encuadrarse con todo el mérito en el género de la ficción política. Para ejemplo palmario de esta izquierda norteamericana que adora los dictadores que les insultan día sí y otro también, puede ponerse el director norteamericano Oliver Stone, autor de la espléndida y paranoica cinta JFK, que filmó hace unos años una delirante producción basada en largas entrevistas con Hugo Chávez.

La masoquista fascinación de la prensa liberal norteamericana y de famosos artistas de cine por gente que los desprecia como los Castro, tiene difícil explicación. En el caso español, hay una poderosa razón histórica que explica la adoración que tenemos por la dictadura castrista y sus egregios dirigentes: es nuestra manera de vengarnos del imperio del norte que nos arrebató con malas artes a finales del siglo XIX nuestras posesiones más queridas de ultramar. La pérdida de Cuba, especialmente, fue un mazazo moral del que todavía no nos hemos recuperado a estas alturas. La razón de que los Castro, nada sospechosos de conservadurismo de derechas, homenajearan la figura de Franco con tres días de luto, tiene difícil explicación si no se conoce previamente otro hecho histórico relevante: la ayuda alimenticia y técnica que el régimen franquista proporcionó a la revolución cubana en los críticos momentos de su nacimiento, justo cuando los norteamericanos reaccionaron nada menos que con una invasión militar por parte de un grupo de exiliados cubanos a la instauración del régimen castrista. La revolución cubana, que no se hizo en nombre del comunismo, evolucionó a una férrea dictadura militar comunista en parte como estrategia de supervivencia en un mundo polarizado por una Guerra Fría que se libraba en múltiples frentes de exóticos países a través de ejércitos o guerrillas armados y alimentados por uno de los dos bandos enfrentados.

En este contexto, resulta ridículo y patético que todos los males de la situación cubana actual (después de seis décadas nada menos) se atribuyan al ‘bloqueo norteamericano’, cuando el bloqueo naval (el único bloqueo propiamente dicho) tuvo una duración de unos pocos días y se estableció para impedir que los rusos completaran la instalación de una gran base con misiles nucleares apuntando a las principales ciudades norteamericanas. El resto de sanciones norteamericanas (cuyo levantamiento en los años de Obama supuso un gran alivio para la economía y el propio régimen cubano) no son más que una reacción lógica y esperable hacia un país que expropió sin compasión propiedades de ciudadanos norteamericanos y que lleva sesenta años despreciando e insultando a sus dirigentes políticos. En vez de quejarse continuamente de que sus enemigos utilicen recursos pacíficos para responder a su continua animadversión, los dirigentes cubanos deberían haberse preocupado durante estos sesenta años en levantar una economía eficiente. En su lugar, se dedicaron a desperdiciar recursos enviando sus soldados a luchar en lejanas guerras por cuenta de los soviéticos o a derrocharlos utilizándolos como moneda de cambio para obtener petróleo barato.

Como ha demostrado fehacientemente China, se puede ser una dictadura comunista y manejar de forma eficiente la economía, siempre que apliques un cierto pragmatismo y el sentido común. Precisamente Cuba era la joya de la corona española por la abundancia de recursos naturales que hay en la isla, que la llevó (incluso bajo una administración española nada ejemplar) a destacar como el territorio más rico del imperio, muy por encima de la propia metrópoli a este lado del Atlántico. Por eso la pérdida de la perla caribeña nos sumió en un permanente estado de depresión, aliviado por momentos cuando los Castro se chotearon de los imperialistas del norte, perpetradores del latrocinio.

Pero nuestra alegría por ver humillados a los norteamericanos que nos arrebataron Cuba, se ve enturbiada cada día por la constatación del sufrimiento de un pueblo por cuyas venas corre nuestra sangre infligido por una inepta élite de militares que no tienen ni zorra idea de cómo conducir la economía de un pais y que siguen blandiendo el espantajo del ‘bloqueo’ para justificar la falta de progreso económico y la clamorosa ausencia de libertades. A los españolea que amamos Cuba solo nos resta unirnos al grito que se oye estos días en las calles cubanas proferido por gente hambrienta de alimentos y libertades: ¡Patria y vida!