Construyamos niños fuertes, no adultos rotos». Esta frase no es mía, está en la puerta del centro vecinal La Florida, donde se encuentra la Asociación Puro Corazón, en Las Torres de Cotillas, una localidad de Murcia. Allí desde hace dos semanas recojo a mi sobrino C todos los días. Tiene una enfermedad rara, que solo padecen menos de veinte niños en todo el mundo. Es una discapacidad intelectual, con rasgos TEA. Afecta al habla, nos comunicamos a través de una táblet con pictogramas y nuestro propio lenguaje de signos, camina con dificultad, le molesta mucho el ruido y aletea los brazos. Esta es una breve descripción muy resumida de lo que le sucede a C.

¡Qué rápido pasa el tiempo! Aún recuerdo aquella tarde de julio en la que me avisaron y salí corriendo al hospital. Nacían prematuros y cabían en la palma de mi mano, tan indefensos y frágiles, fue emocionante. Recuerdo cómo a partir de ese momento el amor para mí tuvo otro sentido. ¿Cómo se les puede querer tanto, verdad? Con el paso de los meses nos dimos cuenta que C era especial. A partir de ese momento llegó la incertidumbre, la angustia, el miedo, pruebas médicas, buscar un diagnóstico. Por mucho que intente ponerme en la piel de mi familia, mi hermano y mi cuñada, nunca podré hacerme una idea aproximada de lo que sintieron y sienten desde ese momento en el que todo en nuestras vidas cambió.

Doy las gracias por compartir mi vida con él y todo lo que me enseña. Cuando la vida sacude, uno aprende qué es lo importante, los pequeños detalles, las grandes victorias ante las batallas de esta puta vida que no lo pone fácil. Han sido años en los que no hemos conectado, y ha sido jodido no poder abrazarle o darle besos ni charlar con él y que me cuente cómo le va en el cole, cuál es la asignatura que le gusta más, hacer planes, ir al cine. Nada. Han sido años de aprendizaje para todos en casa, los abuelos, sus padres, ni un día desde aquel 17 de julio sin luchar por su calidad de vida, bienestar y ayuda a superarse, a pesar de la falta de recursos e inclusión real a los que muchas familias como la mía se enfrentan.

El cuidado de una persona con discapacidad es a tiempo completo, día y noche toda una vida con el corazón en un puño preocupados de atender y proteger a tu hijo, sin descanso. Estas familias necesitan ayuda pública, todas deberían tener acceso a respiros familiares, terapias y talleres que ayuden a mejorar la calidad de vida de nuestros niños. Pero ¿saben qué pasa? Todo es una cuestión de dinero y esto me repugna. Niños como C no tienen tratamientos específicos para ellos, porque necesitamos que se invierta en ciencia e investigación para descubrir más sobre enfermedades raras como la de mi pequeño sobrino.

Me rompo las palmas de las manos para aplaudir a las asociaciones que existen en todo nuestro país para ayudar a estos niños. Muchos de estos lugares han sido montados por familias que ante una discapacidad de un hijo no les queda más remedio que crear asociaciones como Puro Corazón, donde se atiendan las necesidades y atenciones que muchos necesitan y que nadie les ofrece.

Señores políticos, tomen nota, tienen muchas asignaturas pendientes, pero entre ellas está la de atender a los que más necesitan de nuestra protección. La Sanidad pública necesita recursos para investigar, así como tienen que dotar de personal y no prescindir de centros de atención primaria, se necesita trabajar en diagnósticos precoces que ayudarían mucho a mejorar la calidad de vida de nuestros niños. Pero, señores de la clase política, no sólo tomen nota de esto, porque también deben trabajar en educación, en inclusión real, educación en valores y aceptación de todos tal y como somos, la ayuda al prójimo, la empatía. Doten de recursos a nuestros docentes para no apartar a los que son diferentes. Son parte de la sociedad, son nuestra familia y no podemos permitir que sigan ocurriendo agresiones como la sufrida por un niño autista en mitad de un paseo marítimo en A Coruña, cuyas imágenes sigo sin ver por el profundo dolor que me produce pensar en el miedo que ese niño sintió.

Pero no es la única agresión. Aún recuerdo durante el confinamiento que los niños con TEA necesitaban salir a la calle y los policías de balcón insultaron a algunos padres con sus hijos por saltarse el confinamiento domiciliario y hubo que marcar con un pañuelo azul a nuestros niños para que esos seres desalmados dejaran de gritarles y entendieran que era necesario sacar a la calle a niños con necesidades especiales en una situación como la vivida en esta pandemia. Si ya estaba siendo dura para nosotros, imaginen para las familias y sus hijos con discapacidad. O la agresión en Barcelona grabada con un móvil entre un grupo de pedazos de carne con ojos, adolescentes que se reían y pegaban a un niño autista. O la madre de un niño autista a la que dieron una paliza por decirle a un adulto de 50 años que dejara de meterse con su hijo y llamarlo mongolito por considerar que disponía de privilegios al no tener que hacer cola en una atracción del parque Warner. ¡Qué asco!

He tenido toda esta semana ganas de romper cosas, el trayecto en coche hasta que llego a recoger a C lo he utilizado para desahogarme, gritaba y lloraba de la impotencia, mi mente me ha llevado a pensar que a mi pequeño C alguna vez le pudiera pasar algo parecido a lo sucedido en los últimos tiempos y creo que saldría lo peor que llevo dentro.

El poder del grupo, la manada... Qué estamos haciendo con una generación de chavales que cada vez es menos tolerante y más agresiva, qué están haciendo en casa sus padres, por qué están creando monstruos que son capaces de aprovecharse del débil y agredir a quien no puede defenderse, ya sea por una discapacidad o por identidad sexual o raza. En el fondo, esa manada está llena de cobardes que tienen miedo al diferente, al ‘bicho raro’. Si no han visto la película de Luca, háganse un favor y quizás entiendan mejor sus hijos la importancia de aceptarnos tal y como somos.

Trabajen la empatía, imaginen que sus hijos son agredidos, humillados, insultados y grabados en vídeo para mofa de unos cafres que le crearán un trauma y mucho dolor. No permitan que sus hijos se conviertan en monstruos sin alma, que cometan estas brutales agresiones. No perdamos la poca esperanza que nos queda en nosotros como sociedad. Están siendo semanas duras, estamos haciéndonos mucho daño y esto tiene que parar.

Por mi parte, voy a seguir llenándome del amor que C cada día me da. En estos diez años hemos crecido mucho juntos. Desde hace unos meses me coge la mano, me mira y se ríe y me lanza besos, se siente seguro y protegido conmigo y soy inmensamente feliz. Cuando está muy contento, aletea los brazos, es nuestro ángel, su madre dice que en ese momento de alegría está aleteando sus alas, ojalá lo siga haciendo mucho tiempo, gracias a una inclusión real donde se sienta seguro y feliz.