A veces en la vida las cosas llegan tarde y mal. Como en la película Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, que recomiendo, aunque hay que darse prisa porque me parece que hoy es el último día que puede verse en los cines Centrofama. Bueno, en realidad, no llegan mal e incluso puede que lleguen justo a tiempo. Es solo una primera impresión, cuando vemos las cosas sin la suficiente perspectiva.

Lo que sí es cierto es que lleguen tarde o a punto las cosas importantes llegan cuando no las buscamos y lo trastornan todo. Nos meten en un lío. Las cosas ocurren cuando tienen que ocurrir y no sé si sirve de algo empeñarse en averiguar la razón. El protagonista de la película se mete sin querer en el laberinto cuando lo que creía necesitar era reposo y soledad. Lo mismo ocurre en la novela Despertar, de Gaito Gazdánov. Se retira a pasar unos días al campo y la primera noche su vida da un vuelco. En los dos casos la vida parece empeñada en enseñarles que sus caminos son imprevisibles, peligrosos, y que nunca la comprenderemos del todo.

Qué fácil es entrar en el laberinto y qué difícil es salir de él. Dentro se corre el peligro de no encontrar la salida y perderse. No ver más la luz. No sabemos cómo hemos entrado ni si podremos salir. La única certeza es la imposibilidad de huir. No se puede huir porque el laberinto no se elige.

Cuando Wendy le pregunta a Peter Pan por la Isla de Nunca Jamás, este le contesta que no lo sabe: «La Isla de Nunca Jamás no se puede buscar. Es ella la que te encuentra». El laberinto no se busca, te arrastra. Pero lo curioso es que, aunque al principio infunde miedo, pronto comprobamos que no nos aleja de la vida, sino que nos hunde más en ella, como si nos recordara de dónde procedemos. Cuando nos atrevemos a abrir los ojos dentro de él y aceptamos su desafío, el laberinto se convierte en un jardín secreto, el teatro soñado de la infancia perdida. Así descubrimos que la infancia no se ha ido, simplemente ha cerrado sus puertas. Podemos sentir sus susurros detrás de los tabiques. No somos capaces de descifrar con claridad todo lo que dicen, pero aprendemos una cosa más valiosa que no necesita explicación. La certeza de que detrás de todo puede haber un lugar excepcional, más maravilloso que la realidad, que sobrepasa el poder de las palabras y que es nuestro porque está hecho con el misterio del deseo. Su silencio nos hace hablar. Su misterio nos hace imaginar que es posible volver a atrapar la vida. No se pueden abrir sus puertas, pero los susurros nos enseñan la posibilidad de volver a empezar.

Vivir es confiar en que nunca es tarde.